"Si pudiera dormir rodeándote con mis brazos, la tinta podría quedarse en el tintero" (D. H. Lawrence)

jueves, 16 de enero de 2014

Para abriros boca, así comienza



- Tercera semana de Junio, 2010 - 

Ana Beltrán soltó una ristra de palabrotas al sentir que una fina lluvia comenzaba a calar su pelo y sus hombros. Llevaba media hora de viaje, entusiasmada con la contemplación del maravilloso paisaje de Stirlingshire y disfrutando de un prístino cielo azul sobre su cabeza cuando, de repente, unas nubes se habían lanzado tras el pequeño Mazda descapotable que conducía como si, adrede, quisieran dejarla hecha un trapo. Aparcó a un lado de la carretera y logró ponerse el impermeable y el gorro que siempre guardaba en la mochila. Llevaba en Escocia el tiempo suficiente para saber que un buen día podía convertirse en una pesadilla; de lo que no tenía ni idea era de cómo bajar la maldita capota negra; en el hotel no tenían otro auto disponible y nadie se molestó en darle explicaciones; aunque, por otro lado, tampoco ella las pidió, exultante por la mañana sin nubes que había amanecido.
Resignada, volvió a colocarse frente al volante. Según las indicaciones no podía faltar mucho para que viera los muros de Greenrock, la residencia que estaba buscando, y dejó de maravillarse por el paisaje para agobiarse por la penosa impresión que le daría al propietario cuando la recibiera.
Quince minutos más tarde la lluvia había cesado y ella se encontraba ante una muralla, bien conservada a pesar del musgo que la cubría, y una puerta cuya reja de hierro se suspendía en lo alto, sujeta con fuertes cadenas. La atravesó con prevención, segura de que, de desprenderse, haría papilla al auto con ella dentro sin que le diera tiempo a emitir un quejido. Siguió el sendero de grava, conteniendo las emociones que la asaltaron ante la vista del espectacular césped que rodeaba la mansión y el majestuoso porte de la misma. Cuando detuvo el auto se sentía ya transportada al interior de la Historia, a unos tiempos remotos en los que miles de personas vivieron bajo aquellas piedras; donde amaron, lucharon y murieron en todas las circunstancias imaginables.
Un suspiro de felicidad se escapó de sus labios.
La mansión era preciosa, con un cuerpo central en forma de torreón y dos alas que culminaban en sendas torres. Sus muros de piedra gris presentaban una sucesión de ventanales de diferentes estilos, obra de las distintas reformas que sin duda habría sufrido una residencia tan antigua.
Estaba tan entusiasmada que no se percató del anciano que la observaba desde la entrada, impecable en su traje gris y con el ceño fruncido, hasta que no abrió la boca.
- Señorita, esto es una propiedad privada y no se puede visitar.
La voz sonó tan desabrida que la obligó a poner los pies en el suelo y, confusa, sonrió al extraño individuo que parecía sacado del siglo pasado. Le había hablado en un inglés teñido de gaélico por lo que imaginó más que comprendió sus palabras, pero se adelantó hasta la entrada con la confianza que solía exhibir, segura de que la mirada pétrea desaparecería en cuanto ella se explicase.
- ¡Disculpe no le había visto…! Buenos días. No soy una turista ¡Pero esto es tan bonito…! - bajó la voz, repentinamente nerviosa por el escrutinio del hombre - Venía a ver al señor MacDougall, por el asunto del anuncio.
Durante un breve instante el rostro del anciano mostró desconcierto aunque enseguida recuperó la compostura.
- ¿El anuncio?
Ana asintió, confusa. ¿Y si se había equivocado de sitio? Pero había visto el nombre en el indicador, apenas quinientos metros atrás. ¡No podía haber más castillos en tan poco espacio!
- El del periódico – volvió a insistir - Decía que buscan una profesora.
La mirada despectiva del anciano la hizo retraerse, sin poder explicarse la animadversión que provocaba en el desconocido. Pero en cuanto lo vio hacer un gesto con la mano para que entrara, lo siguió a través de las recias puertas de roble. Estudió a toda prisa las valiosas obras de arte que iba dejando a su paso, tanto en el vestíbulo como en el pasillo por el que el hombre la precedía. Las losas del suelo estaban cubiertas por caras alfombras o por moqueta; los muebles, en su mayoría antiguos, eran de madera oscura, y las lámparas, tanto las de los techos como de las de pie, de hierro forjado. En las paredes colgaban cuadros que parecían sacados de viejos museos.
El individuo volvió a hacer un gesto para que esperara ante una puerta labrada, a la que hubiera corrido a investigar de no sentirse tan incómoda con sus ropas mojadas, de las que el hombre no le había dado oportunidad de desprenderse en el vestíbulo, como hubiera sido lo educado. Lo intentó, pese a todo, antes de de que le cerrara la puerta en las narices.
- Disculpe… ¿Podría pasar a un aseo? Me cogió la lluvia y…
Estuvo tentada de gritar de indignación cuando comprendió que hablaba a las paredes ¡En su vida se había topado con una persona más desconsiderada!
Se acercó con sigilo hasta el ventanal francés en el que culminaba el pasillo, angustiada por sentirse húmeda de la cabeza a los pies, pero los rayos del sol iluminaban los cristales y no le permitieron hacerse una idea del aspecto que presentaba. Impotente, se desenredó el enmarañado pelo con los dedos y se mordió los labios, deseosa de darles color. Cuando se desabrochó el impermeable descubrió que el blusón se le pegaba a la piel así que optó por volver a cubrirse.
Estaba a punto de chillar de histeria cuando la puerta se abrió de nuevo. 



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