"Si pudiera dormir rodeándote con mis brazos, la tinta podría quedarse en el tintero" (D. H. Lawrence)

jueves, 8 de mayo de 2014

"Semblanzas" ( Mujeres de carne y hueso)

Con este artículo pretendo iniciar una serie acerca de mujeres que, de un modo u otro, se han cruzado en mi camino. Mujeres anónimas en la mayor parte de los casos, distinguidas sólo por sus familias y amigos, la gente que ha tenido o tiene la suerte de conocerlas. Unas destacarán por su fortaleza, otras por sus capacidades y el resto por cualquier motivo que haya bastado para que yo me quite el sombrero y las traiga a a mi blog, para que sepáis de sus vidas. 



Comenzaré con dos mujeres cuyos caminos se entrecruzaron por culpa de un hombre. La una fue la madre; la otra, la esposa.
 De la primero puedo contar que se llamaba Carmen y nació con el siglo XX . Fue la mayor de siete hermanos a los que, dado el organigrama de la época, le tocó cuidar. Su familia gozaba de buena posición económica aunque eran trabajadores, dedicados al negocio de la calderería; no sólo tenían un taller sino que viajaban por las ferias importantes para vender la mercancía. Carmen también acompañaba a los miembros varones de su familia; les hacía la comida, les lavaba la ropa, vendía y se quedaba a dormir en el puesto sobre un simple jergón igual que el resto. En uno de esos viajes les acompañó un joven vecino, Fernando, que necesitaba dinero para independizarse de su familia ( aquí entra en escena una terrible madrastra de la que no daremos parte) y se prendó de ella con la suficiente insistencia para que Carmen lo aceptara por novio. Carmen no era gran cosa, bajita y de ojos claros , pero tenía un carácter de mil demonios. Su tenacidad la llevó a mantener un matrimonio con seis hijos y un marido enfermo de corazón durante once años. Cuando Fernando murió, acogió huéspedes en su casa para dar de comer a su prole y abrió una taberna a la que asistían los parroquianos de puro limpia que era, y no por el carácter de la tabernera que resultaba agrio a más no poder. Decían de ella que se arremetía la falda entre las piernas y decía Aquí no hace falta ningún hombre para defender mi honra, conmigo me basto y sobro. Y vive Dios, que jamás tuvo mala fama en el pueblo por mucho que los señoritos y trabajadores se tomaran allí su chato de vino. Razones tenía la mujer para su falta de humor ya que aparte de perder a su marido fue dejando por el camino al resto de sus hijos hasta quedarse sólo con el pequeño de cinco años. Las hijas que más le duraron contaban trece y siete años y de haber tenido antibióticos se hubieran salvado, pero hablamos del año 40, en una España donde tal adelanto no existía. Sobrellevar ese dolor, mantener su casa y las de algunas de sus hermanas que tampoco tuvieron mejor fortuna, la convirtió en una mujer que lo mismo servía para un roto que para un descosío. Me consta que hacía de cocinera y de enfermera con la misma precisión; la gente acudía a ella cuando necesitaba un plato de comida o cuando se presentaba un parto o una herida que coser. Participó en el negocio de su familia a través de su hijo, quien sólo levantaba un palmo del suelo cuando se inició en el oficio. Y cuando se murió a los 81 años a causa de un cáncer de colon aún seguía manteniendo ese carácter indómito que le hacía insultar a sus nietas si las veía fumar o llevar pantalones demasiado cortos porque se le hacían cuesta arriba los adelantos de la época.
 La otra mujer procedía de un entorno bien distinto. De padre aperador  (hacedor de carros y ruedas), el mejor de Don Benito al decir de sus clientes, y de madre con tierras, estudió en un colegio para señoritas hasta los quince años; sin embargo, le tocó padecer la pena de perder a su único hermano varón que sólo tenía veintiún años, afectado del corazón a los tres años de haber perdido a su madre de tuberculosis. La juventud se le fue en lutos y entremedio conoció a dos hombres que le tocaron el corazón pero no llegaron más lejos. Sí lo haría Manuel “el calderero”, quien juró y perjuró que no se casaría con otra mujer que no fuera Brígida, aunque su madre, aterrorizada por haber perdido tantos miembros ya de su familia y viendo que la otra casa no iba por mejor camino, se negaba a aceptarla temiendo por la vida de su hijo. No obstante, venció la tenacidad de Manuel y el romanticismo de Brígida y ambos contrajeron matrimonio en el 55. A partir de ese momento, mudó su vida de señorita arruinada ( ya que los caudales se le fueron a su padre con el cambio de moneda de la república y los intentos que el hombre hizo por recuperar a Mercedes de la enfermedad que se la llevó) a esposa de trabajador y nuera de posadera. Excepto cocinar, le tocó de todo. Lidiar con huéspedes, parir cinco hijos, perder a su padre y a su hermana también por enfermedad, y soportar una suegra que jamás tuvo unas palabras de aliento para ella excepto en el momento de su muerte.
 Atrás quedaron sus sueños de estudiar, su interés por la astronomía, sus ansias de conocer otras culturas...Se adaptó al mundo que le tocó vivir y procuró que sus hijos mantuvieran siempre la mente abierta, que fueran valientes y disfrutaran de un mundo nuevo y diferente al que ella no pudo acceder...Con todo, su imaginación siguió latente, sus ganas de aprender que la llevaron – y llevan , a Dios gracias – a leer casi todo lo que encuentra, a perderse en su mundo de números que la apasionan, a realizar labores con una destreza que asombran a quien la observa...
 Ni que decir tiene que he comenzado esta serie con dos mujeres que han marcado mi existencia por su ejemplo y porque las llevo en los genes: mi abuela paterna y mi madre.
 Si dicen de mi hermana y de mí que somos tercas, sinceras, fuertes y generosas no es porque nosotras nos inventáramos esos valores; es que nos los otorgaron ellas. 

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Semblanzas.( Mujeres de carne y hueso) by Mercedes Gallego is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional License.

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