"Si pudiera dormir rodeándote con mis brazos, la tinta podría quedarse en el tintero" (D. H. Lawrence)

jueves, 14 de junio de 2018

Obras


Tres meses. Tres interminables meses de martillos mecánicos, pala excavadora, hormigoneras, cortadoras y demás zarandajas usadas en construcción invadiendo la calle, emitiendo sus zumbidos y pitidos… Tres meses. Sonriendo a los curritos porque, a ver, ellos no tienen la culpa, hacen su trabajo; preguntando «¿cuánto os falta?» cada dos días con la esperanza de que la respuesta sea «Ya acabamos», pero no… «Antes del verano», dijeron en enero. Pasaste la navidad con los suelos embarrados porque era imposible subir a tu casa sin llevarte los restos de la obra en los zapatos: pasaste de limpiar las cristaleras porque el polvo inundaba los rincones con ahínco, pasaste de las pisadas por la lluvia que se aunó para hacer más complicado el asunto… y al fin llegó el buen tiempo y no pudiste abrir las ventanas porque ese pitido que te despertaba cada mañana y te impedía dormir la siesta, era un ruido estridente con las hojas de par en par.
Esa mañana te pusiste la ropa de deporte como cada día, antes de que llegaran, cogiste unas tijeras de podar… y les cortaste el cable del odioso motor que alimenta la maquinaria. Cuando hiciste el regreso los pillaste malhumorados, bufando de la mala gente que hace daño porque sí… y esbozaste una sonrisa perversa, de venganza. Pírrica, pero venganza al fin y al cabo.
¿Quien puede culparte? ¿A quién no ha desquiciado una obra?

jueves, 7 de junio de 2018

El instante


Esbozó una sonrisa tierna y alargó los dedos para deslizarlos, sinuosos, por el perfil de su rostro. Recorrió con parsimonia las arrugas de su frente, las que dibujaban tajos profundos alrededor de los ojos, las que destensaron los pómulos, las que rodeaban su boca. Acarició con amorosa lentitud el contorno del semblante conocido y depositó los labios en la ajada mejilla.
No le importaban los surcos que mudaron su rostro, ni las rojeces de la piel, ni siquiera la mirada opaca. Al mirarlo, ella sólo veía al hombre que la había llevado de la mano al colegio cada día, al que la estrechaba en sus brazos si lloraba, del que arrancaba una sonrisa con sus mimos. Su yayo. Su abuelo.
Aunque no la reconociera, ella tenía memoria por los dos. Lo abrazó, se fundió en un achuchón con él y el breve parpadeo de sus ojos le dijo que la había recordado; un instante, un segundo, pero a ella le bastó.