Mientras sus hombres organizaban a empujones a los españoles
alrededor del palo mayor, MacKane bajó del puente de mando y se
paseó con indolencia entre ellos. La reconoció enseguida. No por su
figura, bien distorsionada con unas calzas marrones, una camisa
holgada y un jubón de cuero que le daba apariencia de mozalbete,
sino por su cutis fino y sus ojos verdes, descaradamente desafiantes.
Tampoco la ayudaba el único signo de nerviosismo que desprendía de
su persona, un suave aleteo de la nariz, dilatada por la expectación.
El cabello lo ocultaba tras un pañuelo oscuro, sujeto a la nuca.
Conteniendo las ganas de arrancárselo, seducido por su audacia, se
lanzó a provocarla.
—¿Vuestro
nombre? —inquirió
en castellano.
—Iñigo
de Guzmán —escuchó
decir, sin titubeo.
—¿Vuestra
edad?
Si hubo sorpresa en la mirada, no la mostraron sus labios, prestos en
responder.
—Dieciséis.
—¿Sabéis
usar la espada?
—¡Por
supuesto!
La respuesta lo dejó perplejo, motivándolo a llegar más lejos.
—¡Byron,
tu sable!
Sin aceptar el mudo reproche de su segundo, quien empezaba a temerse
un motín por parte de la tripulación enemiga a la vista de sus
gestos de inquietud, tomó el arma y se la entregó a la joven.
La sorpresa que se plasmó en su rostro al ver con qué arrogancia
la aceptaba fue tan patente, que apenas tuvo ocasión de ponerse en
guardia cuando ella le envió un mandoble. Durante unos minutos se
limitó a defenderse, reponiéndose de su asombro, mientras escuchaba
el jolgorio con que sus hombres acogían el inesperado duelo, pero
enseguida inició un contraataque formal buscando desarmarla. Sin
embargo, le costó conseguirlo. La muchacha acometía con una furia
primitiva, que no le permitía pensar con astucia su defensa, pero
tampoco le dejaba quitarle la espada sin ocasionarle daño. Cuando
percibió que ella titubeaba, comprendiendo finalmente que para él
solo era un juego, aprovechó la ocasión e hizo saltar su pañuelo
por los aires, aunque al instante se arrepintió del gesto.
Un silencio sepulcral inundó la nave, seguido rápidamente de gritos
de asombro entre su gente y de maldiciones desde la fila de
prisioneros. A él mismo le costó reponerse ante la impresión del
bello rostro que quedó a la vista, enmarcado por una esplendorosa
cabellera negra que fluyó en cascada hasta media espalda. No
obstante, tuvo la presencia de ánimo necesaria para desarmarla y
lograr que quedara de rodillas, derrotada. A continuación, le tendió
la mano dispuesto a izarla pero los ojos verdes refulgían con tal
rabia que retrocedió unos pasos, confuso.
—Solo
pretendía ayudaros —aseguró,
haciendo uso de su buen español.
—¿Ayudarme
un pirata? —Ella
no disimuló esta vez su voz, indiscutiblemente femenina, y rezumando
desdén— ¡No
me permitiré caer tan bajo!
Su
desaire le resultó tan divertido que no pudo contener la lengua.
—Somos
corsarios, no piratas.
Espero haberos dejado con la intriga. Por mi parte sólo puedo aseguraros que me divertí enormemente escribiéndola y que aún hoy me carcajeo al releerla. Es una historia romántica, de aventuras y con unos personajes entrañables.
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