"Si pudiera dormir rodeándote con mis brazos, la tinta podría quedarse en el tintero" (D. H. Lawrence)
miércoles, 27 de junio de 2018
jueves, 14 de junio de 2018
Obras
Tres
meses. Tres interminables meses de martillos mecánicos, pala
excavadora, hormigoneras, cortadoras y demás zarandajas usadas en
construcción invadiendo la calle, emitiendo sus zumbidos y pitidos…
Tres meses. Sonriendo a los curritos porque, a ver, ellos no tienen
la culpa, hacen su trabajo; preguntando «¿cuánto os falta?» cada
dos días con la esperanza de que la respuesta sea «Ya acabamos»,
pero no… «Antes del verano», dijeron en enero. Pasaste la navidad
con los suelos embarrados porque era imposible subir a tu casa sin
llevarte los restos de la obra en los zapatos: pasaste de limpiar las
cristaleras porque el polvo inundaba los rincones con ahínco,
pasaste de las pisadas por la lluvia que se aunó para hacer más
complicado el asunto… y al fin llegó el buen tiempo y no pudiste
abrir las ventanas porque ese pitido que te despertaba cada mañana y
te impedía dormir la siesta, era un ruido estridente con las hojas
de par en par.
Esa
mañana te pusiste la ropa de deporte como cada día, antes de que
llegaran, cogiste unas tijeras de podar… y les cortaste el cable
del odioso motor que alimenta la maquinaria. Cuando hiciste el
regreso los pillaste malhumorados, bufando de la mala gente que hace
daño porque sí… y esbozaste una sonrisa perversa, de venganza.
Pírrica, pero venganza al fin y al cabo.
¿Quien
puede culparte? ¿A quién no ha desquiciado una obra?
jueves, 7 de junio de 2018
El instante
Esbozó
una sonrisa tierna y alargó los dedos para deslizarlos, sinuosos,
por el perfil de su rostro. Recorrió con parsimonia las arrugas de
su frente, las que dibujaban tajos profundos alrededor de los ojos,
las que destensaron los pómulos, las que rodeaban su boca. Acarició
con amorosa lentitud el contorno del semblante conocido y depositó
los labios en la ajada mejilla.
No
le importaban los surcos que mudaron su rostro, ni las rojeces de la
piel, ni siquiera la mirada opaca. Al mirarlo, ella sólo veía al
hombre que la había llevado de la mano al colegio cada día, al que
la estrechaba en sus brazos si lloraba, del que arrancaba una sonrisa
con sus mimos. Su yayo. Su abuelo.
Aunque
no la reconociera, ella tenía memoria por los dos. Lo abrazó, se
fundió en un achuchón con él y el breve parpadeo de sus ojos le
dijo que la había recordado; un instante, un segundo, pero a ella le
bastó.
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