"Si pudiera dormir rodeándote con mis brazos, la tinta podría quedarse en el tintero" (D. H. Lawrence)

jueves, 28 de mayo de 2020

Peor que el coranovirus


Pavor me da el género humano. Decir la humanidad sería incorrecto porque creo que tendemos , en cuanto nos descuidamos, a ser lo contrario, absolutamente inhumanos.
Quizás vengo con exceso de negatividad esta semana. O quizás no.
Quizás me he hartado de escuchar a la gente que de esta pandemia íbamos a salir renovados y hemos salido exactamente igual: mezquinos ( faltos de generosidad y nobleza de espíritu, dice la RAE).
No me extraña que la Naturaleza se vengue de nosotros en forma de virus. No me sorprende que busque sobrevivir ella por encima de nosotros porque, a fin de cuentas, habría que ver su punto de vista y escuchar qué opina de los seres que la destrozamos y NOS destrozamos.
La Antártida se viste de verde, por culpa de las algas y el calentamiento global. Ese que es mentira según tantos idiotas, destacando el mayor de ellos, el que llama poco hombre a su contrincante demócrata porque utiliza mascarilla en público.
Y nosotros, nosotros los españoles, recreamos escenas que ponen los pelos de punta y dan pavor. Porque son pocos, pero son. Y la violencia siempre vence al papanatismo. Me da pavor la extrema derecha que se adueña de banderas y verbaliza un odio hacia los que no piensan como ellos. Los que atacan a la prensa y enarbolan su mentira con impunidad. Y me da pavor la simpleza, las mentiras y la cobardía de la izquierda.
Esto ya pasó. No sé cómo se nos olvida la Historia. Será que la han escondido en los libros o se nos ha borrado de la memoria. Pero Antonio Machado lo dijo muy claro :
Ya hay un español que quiere
vivir y a vivir empieza,
entre una España que muere
y otra España que bosteza-
Españolito que vienes
al mundo te guarde Dios.
Una de las dos Españas
ha de helarte el corazón.
 
 
 

jueves, 21 de mayo de 2020

El libro verde

Esta semana he tenido oportunidad de disfrutar de una película entrañable: El libro verde. Ganadora de 3 Premios Oscar en 2018.
Admito que me había olvidado de ella pero la recomendación de un amigo lo ha remediado. Desde aquí le reitero las gracias.
Viggo Mortensen es uno de mis actores “estrella” y suelo seguir su filmografía. En esta ocasión no sale atractivo ni por asomo; es más, borda la zafiedad con tal maestría que le coges un poquito de asco. Hasta que avanzamos en la trama. Entonces te olvidas de que está gordo y de que su cara sin barba no resulta sexy. Interpreta a un “hombre para todo” italiano, racista, machista y grosero. Nada sorprendente en una América de 1962, por otro lado, aunque no soy tan ingenua de esperar que las circunstancias hayan cambiado mucho. Al contrario, en la América de Trump, esta historia debe de ser de potente actualidad. A Tony Lip no le queda más remedio que aceptar un trabajo que le repele: ser chófer y guardaespaldas de un negro durante una gira por los estados sureños.
El otro protagonista es Mahershala Ali, que interpreta a Don Shirley, un virtuoso del piano que llegó a tocar en distintas ocasiones en la Casa Blanca.
La película está basada en un hecho real, en el peregrinaje por esos paisajes del sur donde compartirán vivencias que les llevarán a convertirse en buenos amigos. No resultará fácil. Los dos son radicalmente opuestos. Pero los dos convergen en un punto: son honorables. Gente de palabra. Provienen de mundos distintos, pero encontrarán el modo de coexistir. Hay escenas asombrosas, muy duras, porque el libro verde alude precisamente a una guía para negros que pretendieran viajar al sur: sitios donde podían hospedarse, tomar una copa, jugar al golf o parar el coche, simplemente… Algo inconcebible para una mente racional, pero que en el sur profundo americano ni era raro ni lo sigue siendo, pese a que dejó de publicarse en 1967.
Esta película nos ofrece mensajes interesantes: nada es lo que parece ( en este caso, el hombre culto es el negro en vez del blanco), se puede modificar el modo de entender el mundo ( ellos lo hacen; uno se baja del pedestal y el otro percibe injusticias que antes le resbalaban), se puede ser tan hipócrita como para admirar el virtuosismo de alguien pero ser incapaz de verlo como a un ser humano, existe el racismo dentro de la propia raza…
En fin, hay mil y un motivos para ver esta película. Yo, al menos, la recomiendo.













jueves, 14 de mayo de 2020

Si me hubieran dicho...


Si cuando brindé en nochevieja por el nuevo año me hubieran dicho la que se nos avecinaba, hubiera replicado ¡venga ya!
Pero aquí estamos.
Con mascarillas por la calle, como los chinos que veíamos por televisión.
Con guantes y geles de manos.
Haciendo colas en los supermercados y farmacias.
Preocupada por los amigos que trabajan por toda España en el sector sanitario o las fuerzas del orden.
Realizando trabajos on line y aprendiendo a toda mecha cómo hacerlo.
Usando el móvil como lugar de reunión con la familia y los amigos, en videoconferencias entrecortadas.
Recurriendo a las redes sociales para enterarte de la actualidad  con visión de conjunto.
Descentrada de cualquier actividad creativa porque la mente quedó dispersa.
Con una ventana o balcón como único lugar de esparcimiento.
Haciendo pandilla con los vecinos ( desconocidos todos) para aplaudir a los que nos protegen y corear que de ésta saldremos.
Consultando con el médico por teléfono y sin pisar ni por asomo un ambulatorio. Ni pizca de prisa por esa analítica pendiente ni por un dolorcillo en cualquier parte.
Haciendo pilates en casa con la grabación de las sesiones que ha tenido a bien regalarnos la monitora.
Deseando que abriera la peluquería para dejar de verme con semejantes pelos.
Recibiendo vídeo tras vídeo, buenos y formativos unos, gamberros y de mal gusto, otros.
Pegada a la radio o la televisión aunque las noticias fueran siempre las mismas.
Viendo series como una posesa para desconectar de “lo que pasaba ahí fuera”.
Leyendo a mogollón por el mismo motivo.
Tragándome la nostalgia por no poder quedar con nadie querido para, simplemente, verlo en persona.
Saludando con la mano si encontraba a un conocido en la calle por no emitir saliva que lo pusiera en peligro, a pesar de la mascarilla, o viceversa.
Asombrándome de la poca solidaridad de algunas personas acaparando bienes de primera necesidad.
Divirtiéndome con el empeño de mis conocidos de convertirse en chefs a toda costa. ( ¡Jamás había conocido tanto panadero amateur!!)

¿De verdad no hemos estado dentro de una película de ciencia ficción? ¿De verdad, no lo seguimos estando?

Y todo eso, dando gracias por no estar incluido en la triste estadística de “perjudicado por el virus”: enfermedad de uno mismo, muerte de personas queridas, no asistencia a funerales, tener familiares en residencia de ancianos…
Agradecida de vivir en una casa confortable y no en un barrio marginal, de ser española y no americana de Trump, de contar con un sistema de sanidad público que, aunque mal abastecido , ha dado la talla al más alto nivel, con unos maestros y profesores que han mantenido a los niños entretenidos para que sus padres no se tiraran por los balcones y ellos aprovecharan el curso, con gente altruista que ha estado pendiente del bienestar ajeno… ¡Tantas y tan variopintas situaciones!!

Solo espero que esta nochevieja, cuando vuelva a brindar por el nuevo año, lo haga con humildad, con alegría por seguir teniendo a mi vera a todos los míos, con esperanza de que un rebrote no nos vuelva a joder la vida...o a quitárnosla.
Pero consciente de lo afortunada que soy porque he vivido una mala película de serie B con trama catastrofista y la he superado.
Como dice Og Mandino en El vendedor más grande del mundo: Trataré con ternura y afecto cada hora porque no retornará jamás” y “ Tres palabras aprenderé a repetir: esto pasará también”
Así sea.

viernes, 8 de mayo de 2020

Palabra de rey / Manuel Lomba


 Ha pasado el 25 de abril y con tanta dedicación al maldito virus no hice un homenaje a mi padre por los 13 años que lleva alegrando la vida de los ángeles en el cielo con sus coplas y su humor. Por eso hoy, aunque  a destiempo, rememoro este articulo que escribí  en 2018 para la revista Caramanchos. Disculpad que me atreva, pero él lo merece.

Hector Berlioz comentó « El tiempo es un gran maestro; lo malo es que va matando a sus discípulos » y a mí me viene bien su cita para introducir este artículo sobre mi padre y su profesión, la de calderero. Un oficio del que ya poca gente conoce su existencia puesto que ha desaparecido al igual que tantos otros que en la niñez de los que rondamos los cincuenta aún nos suenan familiares. El tiempo, la modernidad, va «asesinando» tareas que ya no tienen sentido. Los utensilios se fabrican en serie, en fábricas, con materiales baratos y con rapidez. Lo de ser artesano, sudar al calor de una fragua o dejarte la fuerza a base de martillazos son imágenes del pasado.

Paradójicamente, he tenido que recurrir a mi hermano Diego para que me recordara los nombres del género que mi padre y él fabricaban, así como el de las herramientas y el modo de trabajar. Según creo, Manuel Lomba fue el último calderero de Don Benito, pero podría haberlo sido su hijo si hubiera sentido algún aprecio por el oficio, lo cual nunca fue el caso. No obstante, me ha parecido entrever una cierta nostalgia al recordar y darme detalles. Sería por lo joven que era cuando se dedicó a ello como aprendiz de mi padre.
Mi padre debió denominarse en realidad latero u hojalatero, según definición del diccionario, pero todo el mundo lo llamaba «el calderero». Quizá por ser la parte más difícil de su oficio. Según mi hermano, trabajar estirando el molde de lata hasta darle forma precisaba de una técnica y una precisión enormes. Había que destemplarla en la fragua tres veces y después dar forma al caldero a base de martillazos hasta dejarlo liso y del tamaño requerido. En invierno debía dar gusto pero en verano debía resultar un suplicio.
Además de calderos, en el taller se fabricaban trébedes, anafres, anafres de pinchitos ( muy demandadas ), cocinas de hierro, braseros, sartenes, peroles, badilas, badiles, paletas para remover la comida… y un producto estrella llegada la Semana Santa , las latas de las bollas. Dudo que en los desvanes de Don Benito no queden latas de las que hizo mi padre. ¿Quién no fue a la tahona en algún momento de su niñez a hornear los dulces? Yo me moría de vergüenza cuando tocaba ir, pero qué remedio, allá que nos mandaba mi madre, con una en cada brazo. En las fotos con que nos deleita Diego Sánchez Cordero (Disancor) se reconoce a más de un dombenitense en plena faena, entre ellos mi hermana, con una pinta que nos arranca carcajadas cada vez que la vemos.
Otros artículos muy solicitado eran los canalones, esos que se ponen bajo el alero del tejado para canalizar el agua de lluvia. Puedo recordarlos alineados en el patio, soldados pieza a pieza.
Un trabajo menor consistía en poner estaño a las ollas que se agujereaban. Increíble nos resultaría hoy llevar a arreglar una olla o un perol cuando se estropea, pero en los tiempos de los que yo hago memoria ( cómo se reirán los jóvenes si llegan a leer este artículo, y qué antigualla les resultará) se les limaba el roto y se aplicaba una capa con un estañador de carbón. Mi hermano me enseñó un vocablo que jamás había escuchado :lañador. Pero investigando he descubierto que ese apelativo se le daba a alguien, generalmente ambulante, que arreglaba cacharros con lañas, una especie de grapas metálicas, e incluía el arreglo de utensilios de barro y loza, pero mi padre sólo se dedicó a los de lata.
Volviendo a él, he reparado en un detalle que me ha hecho sonreír. Ambos renegamos del apellido Pérez. Al calderero todos lo conocían por Lomba (supongo que porque era la familia de su madre la que tenía el taller que él terminó heredando) y yo he preferido el Gallego para evitar las cacofonías de las e.
Mi padre empezó desde muy pequeño bajo la tutela de su tío Saturio ( era hijo de viuda y tenía que colaborar en los ingresos de la familia) y se jubiló ya operado de cataratas y cargado de dolores. Le tocó una época dura y difícil, sin apenas pisar la escuela y asumiendo muchas responsabilidades. Menos mal que le salvó su humor y sus ganas de disfrutar de la vida. Lo recuerdo acarreando chapas, dando martillazos, modelando hierros en la bigornia y cantando al calor de la fragua. Siempre con buena cara, siempre con una sonrisa.
Durante muchos años, desde su niñez hasta bien mayor, viajó por la provincia vendiendo sus cacharros. A las ferias de Zalamea y Campanario, primero en carro y en camión después, y a los mercadillos de Don Benito y Villanueva todas las semanas, dónde acudía en un cuatro latas (Renault 4) que compró cuando mi hermano cumplió la edad de conducir porque él se negó a aprender.
También vendíamos en mi casa, directamente en el taller, por lo que éramos una «puerta abierta» constante. No resultaba extraño que cualquiera llamara, sin importar la hora, preguntando si allí vivía Lomba, el calderero. Incluso después de fallecido, nos ha seguido pasando durante unos cuantos años. Llegaba gente del pueblo, de la provincia, y lo que más nos admiraba a sus hijos, de Madrid. En especial una familia gitana que adquiría candiles, calderos y trébedes en miniatura, que luego envejecían con óxido para hacerlos pasar por antigüedades. Los enviaban a sitios tan sorprendentes como Suiza o Estados Unidos.
Por último, quiero explicar por qué he titulado este artículo con esa frase que yo escuché como novedosa hace unos días ante la cara de pasmo de mi hermano Diego, que la tiene por conocida desde su niñez de oírsela a mi padre. Tener «palabra de rey» es no hacer descuento. El precio marcado era inamovible. Y a quien no le gustara, que se buscara otro vendedor.
Lo dije en una ocasión y me repito ¡qué pena que la curiosidad nos entre a una edad en la que ya no existen quienes la pueden saciar! Ahora asaltaría a mi padre con mil preguntas que , en su momento, ni se me hubieran ocurrido. Pero retomando a Berlioz, el tiempo mata a los discípulos. ¡Aprovechemos a los pocos que quedan!