Esta es la imagen ganadora del I concurso de fotografía con el cual innovamos el III certamen. Su autora, la periodista sevillana Déborah Pérez Marrodán.
A continuación os presento la carta, obra de Lourdes Aso Torralba. Participó con el título "Prosopografía" y por seudónimo, "Fogus". Lourdes es de Jaca, diplomada en enfermería y amante de las letras. Ha obtenido numerosos premios de relatos; en 2007 publicó Boca de agua, en 2009 una novela juvenil, Dragón rojo, y en 2014, Carabina Tigre, para adultos.
Excmo. D. Gustavo Adolfo
Bécquer
Real Monasterio de Santa María
de Veruela
Carretera Veruela -
Soria, 122,
Vera de Moncayo, Zaragoza.
Mi muy estimado D. Gustavo:
Le extrañará a usted que este humilde servidor de Nuestro Señor se
tome la molestia de extenderle unas líneas y, por el Altísimo, le
confieso que he arrugado decenas de manuscritos (y más que
seguirán), hasta que dé con la definitiva forma de revelarle mi
angustia, que como comprenderá, además de alejarme de las
oraciones, me obliga a repetir nuevamente ante el sacerdote, pues
sólo él puede interceder para purgar mis culpas y lograr la
absolución. Me refiero a ese cargo de conciencia que me abrasa las
carnes pues, a pesar de las muchas horas que pasamos caminando por el
claustro de la abadía, mientras usted intentaba recuperarse de las
toses, jamás imaginó lo que yo sentía por usted, jamás le revelé
mis anhelos y aunque ajusté el cilicio con saña para contener mis
impulsos, sus palabras me taladraban las entrañas.
No sé cómo perdió usted algunas de sus rimas. En mi imaginación
(pues así me tentó Satanás) creí que era someramente
correspondido y que, si usted recitaba para mí con tanta pasión, no
era sino porque deseaba hacerme llegar sus sentimientos.
Entenderá que elucubrara sobre lo mundano pues, más allá de los
libros sagrados, jamás tuve habilidad para las letras, de allí que
disfrutara tanto con usted al descubrir el arte de las rimas y los
endecasílabos, el de contar cuarteros y tercetos, el arte de las
metáforas y con mis hipérboles y mis hipérbatos,
le juro que en mi orden gramatical no había exageración si le digo
que me hervía la sangre, que bajo las barbas, mis mejillas ardían
de pasión y que bajo los hábitos era gelatina más que dispuesta a
probar más allá del manjar de un beso casto de despedida hacia
nuestros respectivos aposentos.
¿Acaso
no había escrito usted en sus rimas que: “¿Qué
es poesía?, dices mientras clavas en mi pupila tu pupila azul, ¡Qué
es poesía! ¿Y tú me lo preguntas? Poesía... eres tú” tratando
de respetar mis sagrados votos del celibato?
Ciertamente su pupila estaba clavada en lo más profundo de mi alma.
Me sentí suyo e incluso albergué, ahora lo sé, con una vanidad
infinita (imperdonable si cabe), una sensación de que mi compañía
ayudaba a sanar sus pulmones y que, aunque el aire de nuestras
montañas (regalo de Nuestro Señor) le procuraba gran beneficio,
mayor era la disposición de ese corazón deseoso de vivir varios
lustros en compañía de este humilde servidor.
Comprenderá mi azoramiento ante tamaña confesión, muy cercana a la
excomunión de la vida que conozco, pues más allá de estos muros
todo se me antojaba desconocido hasta que llegó usted con su pluma,
su presencia y su encanto, como si el mismísimo demonio hiciera
tambalear mi ánimo.
Le veo a usted pugnar por meter aire en los pulmones y me digo que a
mí también me oprime la pena en las entrañas, de tal forma que
volvemos a entrelazar nuestros destinos. “Podrá la muerte
cubrirme con su fúnebre crespón, pero
jamás en mí podrá apagarse la llama de tu amor”.
Sé que me ama, aunque sea de una manera mucho más fraternal e
inocente que la mía. El silencio que precedió a su intento de
despedida me confirmó una vez más mis sospechas. Las lágrimas
pujaban por escapar en forma de torrente para aliviar el quebranto de
su descompostura. Intuyó, como yo, que no habría más reencuentros
y que ese abrazo sería el único que nos acompañaría en la memoria
por el resto de nuestros días. Entonces, mi muy estimado D. Gustavo,
fui demasiado egoísta y quise guardarme una parte de usted. Un
millón de veces han asaltado mis pupilas: “Llevadme, por
piedad, a donde el vértigo con la razón me arranque la memoria.
¡Por piedad! ¡Tengo
miedo de quedarme con mi dolor a solas!” hasta
que he comprendido que sus rimas han de volver de nuevo a usted, que
fueron instantes que debo arrancarme de la memoria y,
que como usted bien dijo, he de quedarme con mi dolor a solas.
Esa es la penitencia que acaba de imponerme mi confesor, colocar cada
uno de sus versos, de sus rimas y con un encabalgamiento suave,
despersonificar lo que
obnubiló mi mente.
Ruego me perdone usted si mi sinceridad lo ha incomodado. Sirva esta
tamaña prosopografía como humilde muestra de arrepentimiento. Le
deseo que Nuestro Señor le conceda larga vida y la posibilidad de
que sus versos sean leídos por ojos nobles.
Por la sagrada regla benedictina le juro que jamás volveré a
importunarle. Atentamente suyo.
Veruela, a once de noviembre de 1.864
Fray Benito Darío Amiwru