Ana
Beltrán soltó una ristra de palabrotas al sentir que una fina
lluvia comenzaba a calar su pelo y sus hombros. Llevaba media hora de
viaje, entusiasmada con la contemplación del maravilloso paisaje de
Stirlingshire y disfrutando de un prístino cielo azul sobre su
cabeza cuando, de repente, unas nubes se habían lanzado tras el
pequeño Mazda descapotable que conducía como si, adrede, quisieran
dejarla hecha un trapo. Aparcó a un lado de la carretera y logró
ponerse el impermeable y el gorro que siempre guardaba en la
mochila. Llevaba en Escocia el tiempo suficiente para saber que un
buen día podía convertirse en una pesadilla; de lo que no tenía ni
idea era de cómo bajar la maldita capota negra; en el hotel no
tenían otro auto disponible y nadie se molestó en darle
explicaciones; aunque, por otro lado, tampoco ella las pidió,
exultante por la mañana sin nubes que había amanecido.
Resignada,
volvió a colocarse frente al volante. Según las indicaciones no
podía faltar mucho para que viera los muros de Greenrock,
la residencia que estaba buscando, y dejó de maravillarse por el
paisaje para agobiarse por la penosa impresión que le daría al
propietario cuando la recibiera.
Quince
minutos más tarde la lluvia había cesado y ella se encontraba
ante una muralla, bien conservada a pesar del musgo que la cubría,
y una puerta cuya reja de hierro se suspendía en lo alto, sujeta
con fuertes cadenas. La atravesó con prevención, segura de que, de
desprenderse, haría papilla al auto con ella dentro sin que le
diera tiempo a emitir un quejido. Siguió el sendero de grava,
conteniendo las emociones que la asaltaron ante la vista del
espectacular césped que rodeaba la mansión y el majestuoso porte de
la misma. Cuando detuvo el auto se sentía ya transportada al
interior de la Historia, a unos tiempos remotos en los que miles de
personas vivieron bajo aquellas piedras; donde amaron, lucharon y
murieron en todas las circunstancias imaginables.
Un
suspiro de felicidad se escapó de sus labios.
La
mansión era preciosa, con un cuerpo central en forma de torreón
y dos alas que culminaban en sendas torres. Sus muros de piedra
gris presentaban una sucesión de ventanales de diferentes estilos,
obra de las distintas reformas que sin duda habría sufrido una
residencia tan antigua.
Estaba
tan entusiasmada que no se percató del anciano que la observaba
desde la entrada, impecable en su traje gris y con el ceño
fruncido, hasta que no abrió la boca.
- Señorita,
esto es una propiedad privada y no se puede visitar.
La
voz sonó tan desabrida que la obligó a poner los pies en el suelo
y, confusa, sonrió al extraño individuo que parecía sacado del
siglo pasado. Le había hablado en un inglés teñido de gaélico por
lo que imaginó más que comprendió sus palabras, pero se adelantó
hasta la entrada con la confianza que solía exhibir, segura de que
la mirada pétrea desaparecería en cuanto ella se explicase.
- ¡Disculpe
no le había visto…! Buenos días. No soy una turista ¡Pero esto
es tan bonito…! - bajó la voz, repentinamente nerviosa por el
escrutinio del hombre - Venía a ver al señor MacDougall, por el
asunto del anuncio.
Durante
un breve instante el rostro del anciano mostró desconcierto
aunque enseguida recuperó la compostura.
- ¿El anuncio?
Ana
asintió, confusa. ¿Y si se había equivocado de sitio? Pero había
visto el nombre en el indicador, apenas quinientos metros atrás.
¡No podía haber más castillos en tan poco espacio!
- El
del periódico – volvió a insistir - Decía que buscan una
profesora.
La
mirada despectiva del anciano la hizo retraerse, sin poder explicarse
la animadversión que provocaba en el desconocido. Pero en cuanto
lo vio hacer un gesto con la mano para que entrara, lo siguió a
través de las recias puertas de roble. Estudió a toda prisa las
valiosas obras de arte que iba dejando a su paso, tanto en el
vestíbulo como en el pasillo por el que el hombre la precedía.
Las losas del suelo estaban cubiertas por caras alfombras o por
moqueta; los muebles, en su mayoría antiguos, eran de madera oscura,
y las lámparas, tanto las de los techos como de las de pie, de
hierro forjado. En las paredes colgaban cuadros que parecían
sacados de viejos museos.
El
individuo volvió a hacer un gesto para que esperara ante una puerta
labrada, a la que hubiera corrido a investigar de no sentirse tan
incómoda con sus ropas mojadas, de las que el hombre no le había
dado oportunidad de desprenderse en el vestíbulo, como hubiera sido
lo educado. Lo intentó, pese a todo, antes de de que le cerrara la
puerta en las narices.
- Disculpe…
¿Podría pasar a un aseo? Me cogió la lluvia y…
Estuvo
tentada de gritar de indignación cuando comprendió que hablaba a
las paredes ¡En su vida se había topado con una persona más
desconsiderada!
Se
acercó con sigilo hasta el ventanal francés en el que culminaba el
pasillo, angustiada por sentirse húmeda de la cabeza a los pies,
pero los rayos del sol iluminaban los cristales y no le permitieron
hacerse una idea del aspecto que presentaba. Impotente, se desenredó
el enmarañado pelo con los dedos y se mordió los labios, deseosa
de darles color. Cuando se desabrochó el impermeable descubrió que
el blusón se le pegaba a la piel así que optó por volver a
cubrirse.
Estaba
a punto de chillar de histeria cuando la puerta se abrió de nuevo.
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