Mi
misión como duende detective de Papá Noel es asomarme a los hogares
de los niños que escribieron cartas este año y comprobar si merecen
o no los regalos que solicitaron.
Con
toda la tranquilidad que da saberse invisible a los ojos humanos,
atravesé la verja de la preciosa casa de la cual llevaba la
dirección, pisoteé la nieve del engalanado camino y me colé por
una de las ventanas que habían dejado entreabierta. El interior de
la vivienda era tan bello como las guirnaldas que decoraban la
entrada.
Ni
un ruido me acogió. Subí las escaleras en espiral hasta la segunda
planta y me topé con un señor sentado frente a un ordenador,
ataviado con ropa de trabajo, aunque era sábado. En el dormitorio
siguiente una señora se debatía ante ocho vestidos de fiesta,
desechándolos de malos modos. En el contiguo, una adolescente con
cascos se maquillaba delante de un espejo dorado, atendiendo mensajes
de wassap a la vez. En la del rincón, una habitación de recargado
diseño, un niño de cinco años miraba al techo con los ojos
tristes.
De
repente, casi me caí del empellón que dio la puerta al abrirse. La
traspasó una señora gordita, con delantal y cofia, cargada con una
bandeja y una gloriosa sonrisa. Su piel aceitunada y sus
rasgos delataban su origen. Al niño se le iluminaron los ojos
claros.
Entonces
comprendí el único deseo de la carta, el que nos había
dejado intrigados y por el que me enviaron a investigar: «un permiso
de residencia»
Me
froté las manos y salí a escape. Corría prisa poner en marcha el
engranaje de los milagros, pero...¡ nadie como Noel para ese tipo de asuntos!
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