Apenas
levanto un palmo del suelo. El cálido tacto de su mano me atraviesa
la piel. Entramos en un sitio oscuro. Ella se cubre el cabello con un
velo y me insta a estar callada unos minutos. Obedezco. Miro en
rededor con interés, captando los breves rayos de luz que atraviesan
las vidrieras. Mientras mi madre se arrodilla en un banco de madera,
yo me siento a su lado y observo con curiosidad el murmullo de sus
labios entonando una plegaria. Termina pronto. Hace la señal de la
cruz y se incorpora. Ya en la calle le pregunto a qué hemos ido y
susurra, como si le avergonzara, «A hablar con Dios» . «Hay que
venir aquí para hablar con El?» , la interrogo. Una sonrisa enorme
cubre su rostro, tan querido «No, con Dios se habla en todas partes;
pero a mí me gusta venir aquí cuando no hay nadie» Y me doy por
satisfecha.
Calor.
Un calor insoportable. La puerta del patio entornada. En la radio
Bella sin alma, cantada por un Richard Cocciante desgarrado. Repito
la letra poniendo pasión en ello. Más que en la labor de aguja que
tengo entre las manos. La sonrisa de mi madre, cómplice, me
sostiene. Ella realiza una tarea increíble; con cuatro agujas e hilo
blanco crea de la nada un mantel que después se empeñará en que
forme parte de nuestro ajuar, el mío y de mi hermana.
Semana
Santa. Me levanto de la siesta con la cabeza amodorrada y muerta de
sed. Al pasar a la cocina encuentro a mi madre sentada a la sombra
del toldo, con las piernas sobre una silla y un libro en el regazo.
No necesito mirar el título para saber que se trata de un Caballo de
Troya, el I o el II. Su lectura favorita en estas fechas. Pese al
plástico de la cubierta, se ve ajado de la cantidad de veces que lo
ha leído. Con una sonrisa cómplice preparo dos cafés y me siento
en el suelo para beberlo con ella, a dejar que me suelte sus
reflexiones, siempre tan locas, siempre tan tiernas. A escuchar su
manera de ver a Dios, tantas veces repetidas, tantas veces
escuchadas. Hoy, tantas veces añoradas.
Apenas
he dejado el equipaje en mi habitación y ya me está diciendo
«¿Vamos al huerto?» Asiento, encantada. Es la parte de mi casa que
más me gusta. La que echo de menos cuando estoy fuera. Entrelaza su
brazo con el mío y me enseña el avance de las plantas, se regodea
en mostrarme las nuevas y , de vez en cuando, se aparta para quitar
una flor marchita o arrancar una rama seca. Después regresa a mi
brazo y entre macetas y arbustos le cuento cómo han ido estas
semanas. No es mi madre quien me mira desde esos ojos azules vivos e
inquietos, es mi confidente, mi asesora, mi otro yo. La voz de mi
conciencia. Hasta sus reproches destilan ternura. Sus alabanzas
calientan mi espíritu. Entre naranjos y limoneros nos olvidamos del
mundo. Ya no puedo pisar ese huerto sin escuchar su voz, susurrando
entre las flores.
Estas
son algunas de las imágenes que me vienen a la cabeza cuando pienso
en mi madre, que es todos los días. Se acaba de celebrar el día de
la madre pero no me dice especialmente nada; para mí, su día son
todos. Lo eran cuando la tenía en directo y lo son ahora, cuando la
sigo disfrutando, aunque sea en «diferido». Sé que esté donde
esté, me sigue acompañando y que lo hará hasta mi último aliento.
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