El
viento aullaba con un silbido siniestro. No lo escuchaba porque
llevábamos las ventanillas subidas y la voz de Dan Reynolds atronaba
el habitáculo con su magnífica Believer. Me encanta Imagine
Dragons pero esta noche precisamente no era lo más oportuno para
aporrear nuestros oídos. Veía las ramas de los arboles, a ambos
lados de la desierta carretera, zarandearse como si un huracán nos
persiguiera. Aprensiva, apoyé mi mano en el muslo de Adrián y él
me devolvió una sonrisa esquiva. ¿Qué
ocurre?
Le pregunté, bajando el volumen de la música, y él se encogió de
hombros, descorazonado.
–Apenas
nos queda gasolina.
–¿Qué
dices?–grité, con un mosqueo mayúsculo–. Ayer dijiste que
llenarías el depósito.
–Se
me olvidó.
Para
corroborar nuestros temores, el coche ralentizó la marcha hasta que
se quedó quieto. En mitad de la carretera. En mitad de la nada. Miré
en rededor como si mi cuello fuera el de la niña del exorcista y
luego clavé la mirada en Adrián, a punto de darme un síncope.
–¿Tienes
idea de dónde estamos?
– A
dos kilómetros queda una gasolinera –asintió, convencido –. He
visto el cartel hace un rato, por eso no he querido decirte nada.
Estaba seguro de que podríamos llegar.
Contuve
las ganas de chillar y aparté la vista para otear el horizonte. La
noche estaba oscura como boca de lobo. Adrián se quitó el cinturón
y cogió su chaqueta del asiento de atrás, donde la había tirado al
salir de casa.
–¿Dónde
vas?
–A
buscar gasolina – replicó, molesto por mi falta de apoyo–.¿No
creerás que va a venir sola, verdad?
–¿Y
no puedes llamar a la gasolinera? Busca en Google Maps dónde estamos
y lo mismo…
Adrián
denegó, incrédulo. Es cierto que yo todo lo arreglo con una llamada
y que vengan a solucionarme el problema; ¿por qué no podía hacer
él lo mismo? ¿No estaría un contratiempo como ese incluido en el
seguro del auto? ¡Qué le costaba una pasta, joder!
–¡Que
no,Marta, que no! ¡Dos kilómetros los recorro yo en diez minutos!
Espérame aquí y enseguida regreso.
Se
me pusieron los pelos de punta. ¿Quedarme sola en semejante paraje!
¡Ni loca!
–¡Ni
se te ocurra, Adrián!¡Mira el viento que hace! ¡Te vas a congelar
con esa chaqueta!
Sin
hacerme puñetero caso,mi novio pegó un portazo antes de avisar
Cierra
los seguros y deja puesto los intermitentes. No vaya a venir alguien
por detrás y nos pegue un golpe.
Emprendió
camino,encorvado sobre sí mismo, con las manos en los bolsillos y la
chaqueta entallada. Lo último que vi fue como se levantaba el cuello
y se encogía aún más, marchando con dificultad por un asfalto del
que parecían surgir manos que le impedían el avance.
Bajé
la ventanilla un instante y la volví a subir. ¡El frío cortaba el
aliento! La noche, a mi alrededor, solo era negrura. Estábamos
subiendo un puerto y no había rastro de presencia humana por ningún
lado.
Mascullé
maldiciones, me arrebujé en el abrigo que recuperé del asiento
trasero y aguardé, en el más ominoso silencio, a que Adrián
regresara con la maldita gasolina, una grúa o lo que demonios nos
sacara de aquel atolladero.
De
repente, un golpazo sobre mi cabeza me hizo dar un respingo. La
sangre se congeló en mis venas y después empezó a correr,
frenética, bombeando mi corazón a toda pastilla. Boqueé, sintiendo
el pulso desenfrenado. Un nuevo impacto me arrastró hacia la puerta,
apoyé la espalda en ella y busqué el menor indicio de qué estaba
cayendo sobre el techo. No llovía, ni había tormenta con granizo…
Era… Otra cosa. A pesar de la oscuridad pude ver que algo resbalaba
por la luna del Audi.
Grité,
grité con pánico, con miedo, con terror, con todo lo que describa
esa sensación de no creerte lo que estás viendo y no ser capaz de
cerrar los ojos.
Porque
lo que estaba viendo al otro lado eran los de Adrián, abiertos con
el mismo espanto que debían reflejar los míos, con el pelo rubio
apelmazado de algo que debía ser sangre, con sus labios blancos. Con
la cabeza cortada. Con su cabeza asida por una mano grotesca que
azotaba sin piedad la luna, como esperando romperla para hacerme lo
mismo.
Grité,
grité, grité. Sin voz y sin llanto. Grité hasta que mi corazón
dijo basta y me desmayé.
Al
día siguiente, en todos los diarios saldría la crónica que
conmocionó a la provincia por la brutalidad de sus imágenes. En una
aparecía una joven pareja, Adrián Martorel y Marta Garrido, jóvenes
y sonrientes asistiendo a algún evento fiestero, y en otra, el
detenido, David Ortega, de cuarenta y cinco años, vistiendo un
pijama ensangrentado y aferrando con saña la cabeza de su víctima
mientras varios policías lo cercaban armados de pistolas táser. El
intrépido reportero que consiguió la primicia aseguró hallarse por
casualidad en la zona, que vislumbró un automóvil mal estacionado,
con luces de emergencia y que, cuando se bajó a prestar socorro, se
encontró el macabro hallazgo: a David Ortega aporreando el vehículo
con una cabeza ensangrentada. Llamó a la policía y se encerró en
su auto con los faros apagados, apabullado por la escena. No fue
hasta que asomaron las primeras luces rojas y las sirenas que se
atrevió a sacar su cámara y a encender sus propios intermitentes,
no fueran a llevárselo por delante los agentes. Al mismo tiempo se
personó en el lugar del siniestro una furgoneta del centro
psiquiátrico del que Ortega se había escapado horas antes. Para
desgracia de Adrián Martorel, se produjo un funesto encuentro del
que solo ellos sabrían dar noticia, aunque por descontado, ninguno
estaba en condiciones de darlas. Tampoco la joven Marta podría
aportar dato alguno. Su corazón se había detenido en algún momento
de la noche debido al intenso terror sufrido durante el incidente.
Los
amigos que les aguardaban en una casa rural para celebrar la
festividad de Halloween debieron ser atendidos por los servicios de
emergencias al conocer la noticia.
La
familia de ambos jóvenes ha interpuesto una denuncia a la Consejería
de Sanidad de la que depende el Psiquiátrico y este Organismo, en
palabras de su portavoz, se conduele de tan inusitada contingencia.
MERCEDES
GALLEGO