Se sentía terriblemente solo; en su interior notaba la ausencia de no sabía qué. Oteaba el horizonte de montañas y llanuras, deseando captar alguna presencia que le explicara el porqué de su tristeza. Pero nada le llamaba la atención, ni las nubes, ni los rayos del sol incidiendo en el agua ni la sensación del viento en sus escamas.
Una mañana olfateó el aire y le pareció percibir un olor desconocido. Siguió la pista y tras mucho volar, encontró un ser extraño, peludo y pequeño. Vio como se encogía primero y se escondía después. Le resultó divertido.
Regresó a su guarida y, desde ese día, cada mañana amaneció con la esperanza de reencontrar a ese ser. Había animales en la zona, pero ninguno como él, que se desplazara sobre dos patas. Lo sobrevolaba a diario, pero siempre se escondía.
Una mañana, decidido a saber más de él, aterrizó y lo observó de cerca. Era una criatura solitaria. Quizá podrían hacerse amigos. Sin embargo, en cuanto lo tuvo a pocos metros, el diminuto se sintió amenazado y le lanzó un palo afilado; él, por instinto, lo carbonizó con una sola llamarada.
Muy triste, regresó a su refugio, mascullando por la maldición de no poder controlar su fuego.
Pocos días después, una lluvia insólita de pedruscos bajó del cielo y los árboles empezaron a arder y el aire a enrarecerse. El dragón no sabía qué estaba pasando; empezó a toser y sus fuerzas disminuyeron. Su último pensamiento fue para la criatura diminuta que había calcinado y anheló que hubiera otro universo donde las cenizas formaran un mundo nuevo, de amistades compatibles, fueran de dos o de cuatro patas.
Qué bonito
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