La semana pasada se nos vino el mundo encima cuando sufrimos un apagón de la red eléctrica y fallos en las comunicaciones. Será difícil que olvidemos dónde estábamos en ese instante y lo que hicimos después. Personalmente, me asusté; son demasiadas las amenazas que nos rodean y, aunque crea que cualquier cosa puede pasar, cuando llega algo inesperado nos descoloca.
Fue terrible la incertidumbre de no poder contactar con las personas queridas que tengo lejos, intuir su propia desazón y no saber cómo calmarla. Es evidente que nuestra dependencia de las redes es absoluta, que estamos tan acostumbrados a la respuesta inmediata que la falta de ella nos sume en un estado de nervios descontrolados. Yo, al menos, lo viví así. Esa tarde nos echamos a la calle, buscando compañía e información, sentir el aire en la cara. Bueno, también los hubo que arrasaron con pilas, linternas, agua e infiernillos, pero lo más importante fue no estar solo. En mi localidad no tuvimos luz hasta las dos y pico de la madrugada e internet muchas horas después. Me costó dormir.
Más adelante llegó el momento de la reflexión, de darnos cuenta de lo escasamente curtidos que estamos en el primer mundo. Si nos viéramos en la piel de los ucranianos no sé cómo resistiríamos. No solo no tienen comunicaciones efectivas, también carecen de techos seguros, luz, agua o gas. Solemos pensar que esas situaciones les ocurren a los demás, pero Ucrania está muy cerca, era un país con vidas parecidas a las nuestras y ahí están, aguantando en medio del caos. No cabe duda de que los seres humanos tenemos una resiliencia inmensa, una capacidad de adaptarnos a los contratiempos que, en la vida diaria, ni imaginamos. Lo demostramos en la pandemia.
También tenemos la capacidad de fastidiarlo todo enseguida, de olvidarnos de la solidaridad y empezar a despotricar con todo y contra todo. Esa dualidad, por desgracia, nos define.
Parecemos incapaces de ser felices en una sociedad donde tenemos las necesidades básicas cubiertas – hablo en general —; la insatisfacción es el pan nuestro de cada día y no llegamos a entender la suerte que tenemos de no haber nacido en países del tercer mundo. Solo cuando surgen circunstancias como la del apagón captamos el infortunio ajeno, echamos de menos las cosas que pensábamos “normales” y que nos son arrebatadas. Nos olvidamos de que una vida llena de carencias es lo habitual en gran parte de la humanidad. Pero a quién le importa? El egoísmo del primer mundo parece intrínseco a nosotros. Una verdadera pena.

No hay comentarios:
Publicar un comentario