Mi
padre se llamaba Manuel Pérez Lomba, nació en Don Benito un día
de Agosto de 1929 y ejerció la profesión de calderero desde que era
un niño hasta que se jubiló, “dejando huérfana a la localidad
de su buen hacer artesano” según consta en “La crónica de Don
Benito”.
Murió
en 2007, un 25 de abril, el día que los portugueses celebran su
revolución de los claveles, y estoy segura de que mi padre hubiera
preferido estar en cualquier tascucha lusa celebrando dicho evento
que siendo el protagonista de su funeral puesto que era un hombre
que amaba tanto la vida que le daba pánico la muerte; pero como en
eso no se puede mandar, él se fue a cantar coplas con “los de
arriba” mientras nosotros nos quedábamos para añorar su
presencia.
No
voy a ensalzar a mi padre como si hubiera sido perfecto, porque no lo
fue; la vejez lo volvió gruñón y entrometido, pero hoy, al
rememorarlo, son las imágenes más lejanas las que emocionan mi
corazón.
Si
estoy escribiendo esto es porque tirando papeles encontré el recorte
del periódico que menciono más arriba y mis ojos se regodearon en
su imagen, en la del hombre al que tantas y tantas veces contemplé
trabajar – a veces hasta le ayudaba a sujetar un caldero mientras
él remachaba los clavos, o mantenía caliente la fragua cuando
moldeaba los hierros – con el que me sentaba a la mesa, con el que
veía partidos de fútbol mientras me mandaba callar porque
alborotaba como una loca y lo ponía de los nervios, o al que
molestaba siempre que veía una corrida de toros en una tarde
calurosa y se empeñaba en que mirase la “tele” con él cuando a
mí siempre me ha repelido “la fiesta”… ¡Tantos momentos que
entonces no significaban nada y ahora son un cúmulo de hermosos
recuerdos!
Quizá
no fue el mejor padre del mundo si lo miramos desde la óptica
moderna aunque su papel resulta comprensible si pensamos que se
crió en una época donde la obligación del hombre era simplemente
traer el sustento a casa; con todo, hubo momentos en que lo intentó,
en los que expuso a pecho descubierto sus buenas intenciones, como el
día en que me compró mi primera cassette original de Miguel Bosé,
ya que no podía llevarme a un concierto suyo, o el que me escuchó
decirle que me gustaba un niño – teniendo apenas trece años- y
no se rió ni enfadó, conversando conmigo como si fuera una adulta.
También
le debo haberme iniciado en el glorioso arte de los crucigramas. La
primera palabra que aprendí fue “tas” (yunque de platero);
después vinieron “oto”, “eral”, “arana”…Tantos y
tantos vocablos que despertaron en mí el amor por las letras.
Pero
si algo me transmitió mi padre fue el valor de la amistad. Para él,
después de la familia - y a veces hasta en el mismo nivel -
estaban sus amigos. Manolo Lomba fue el mejor amigo que alguien pudo
tener. Divertido, amante de la buena mesa, dispuesto a meterse en
jarana, a soltar el primer gorgorito…”Mi niñez son recuerdos
de un patio de Sevilla”, citaba Machado; y yo podría
decir que la mía lo son de un patio con taller en el que mi padre
trabajaba al compás del “Protagonistas” de Luís del Olmo o al
de las canciones de “doña” Concha Piquer, o de su preferida,
Marifé de Triana – aunque mi madre se decante en su memoria por
Rocío Jurado o Manolo Escobar.
En
todo caso, lo mismo da. Consiguió que yo heredara su devoción por
la copla, llenando mi mente con las historias truculentas que en
ella se narraban, como en “La bien pagá”, “Tatuaje” o
“Picadita de viruela”.
Como
ya he dicho, mi padre me enseñó a valorar la amistad y desde muy
joven he presumido con que mis amigos son mi mayor riqueza. Así lo
festejamos cada día de San Silvestre, cuando emulando a mi padre y
su pandilla en lo que antaño fuera el bar Verea, despedimos el año
al son de villancicos o coplas – dependiendo del grado de
alcoholemia y de lo que nos pidan los parroquianos ( que tantas
veces me reconocen como “la hija de Lomba”). Rememoro
especialmente ese día porque en sus últimos años, cuando él ya
tenía tan diezmados a sus amigos, no dejaba de pararse a saludarnos,
con lágrimas en los ojos por los recuerdos de lo que tiempo atrás
vivió él entre aquellas paredes, mientras se tomaba un “chato”
con nosotros. Desde su muerte, no hay año en que algún amigo no me
recuerde ese dato ¡Cómo si yo pudiera olvidarlo!
Poco
más puedo decir, aunque queden tantos instantes en el tintero, para
expresar quien fue mi padre, “el calderero de la calle Ancha”.
Sólo le deseo que esté feliz allá donde se encuentre, y que me
mire con una sonrisa tierna, dándome el beneplácito por lo que
conté al mundo de él.
En
su nombre ¡Aúpa el Valencia! ¡Y en su defecto, el Real Madrid!
Se acabó agosto y volvemos a la rutina de trabajar el blog. La próxima semana os espero ya con novedades. Saludos.