Paula
se sentó en un banco a observar el paso de la gente.
Había
huido de su apartamento para no caer en la lamentable desesperación
de lamerse las heridas. Estaba cansada de escuchar de sus amigas la
manida frase de “Peor para él, tú vales más” o vislumbrar
miradas de conmiseración en los compañeros de trabajo. Había
corrido como la pólvora la noticia de la ruptura con Javier y casi
podría jurar que no había contacto de Facebook o Twiter que no lo
supiera.
¡
Ella, que odiaba ser el centro de atención, que hasta pasaba
vergüenza si le cantaban en público “Cumpleaños feliz”!
Habían
sido la “pareja perfecta”, los más guapos de la pandilla, los
más afortunados por contar con un curro de alto nivel, los
propietarios de sus propios pisos...
Notó
que los hombres, al pasar, se detenían con disimulo a mirar sus
largas piernas morenas y sus brazos torneados por el tenis. El
vestido le cubría bastante poco y sus formas eran sexy, lo tenía
claro; sin embargo, Javier se había largado con una chica algo
mayor, con “la cabeza bien puesta”, según sus palabras de
despedida y más fea que picio. La conocía porque era su secretaria
– un tópico, pero así había sido- y ahora resultaba que aquel
ser anodino que no se había merecido jamás ni una mirada de soslayo
por su parte, se había quedado con el trofeo de un abogado de metro
noventa, ojos verdes y cuerpo de infarto.
No
sabía si sentir rabia o vergüenza. Quizá si ella hubiera estado a
su altura o la hubiera superado, lo llevaría con menos indignación,
pero ¡ cambiada por aquel esperpento! Y, no obstante, Javier lucía
en sus nuevas fotos de la red con una sonrisa orgullosa, llevándola
del brazo.
En
el banco de enfrente se sentó una pareja que no atrajo su interés
en lo más mínimo hasta que ella frunció el ceño con un gesto de
dolor y él se acuclilló a su lado y comenzó a hacerle carantoñas.
Solícito. sacó un botellín de la mochila que portaba y le entregó
un analgésico que ella tomó con sonrisa trémula; después él
entrelazó sus manos y la besó en una mejilla con una ternura
abrumadora.
La
envidia que sintió la “convidada de piedra” fue feroz, le
atenazó las entrañas y se metió de lleno a observarles cual si
fuera una espía.
Los
gestos de veneración del hombre eran auténticos y la respuesta de
ella, automática. Estaban enamorados hasta los huesos. Rondarían
ambos la cuarentena; él tenía panza cervecera y entradas que
disimulaba con el pelo muy rapado; vestía un simple chándal sin
marca y zapatillas anticuadas. A ella le sobraban kilos en la cintura
y los pechos; unas mallas negras cubrían sus piernas y una camiseta
demasiado estrecha para su volumen, el torso; sólo su pelo era
hermoso, de un negro carbón y con bucles hasta la cintura.
El
tipo aquel atrajo a la mujer de sus sueños contra su cuerpo y cercó
su cintura para que descansara la cabeza en su hombro.
De
repente la miraron los dos. Él sin inmutarse. Como si no estuviera.
Ella, con un matiz de envidia al reconocer su vestido de marca, sus
sandalias de tacón y su moreno de playa.
Le
pareció que una ligera vacilación de inseguridad se adueñaba de la
mujer, y eso que el tipo que la abrazaba en ningún momento se
interesó por ella.
Paula
cruzó sus ojos con los oscuros que la estudiaban y acalló las
ganas de decirle “¡Pequeña idiota, no ves que con todo mi
glamour, tú eres más afortunada que yo?”.
A
cambio, se incorporó del banco, saludó un “Buenas tardes” que
dejó confusa a la otra, y se alejó despacio, rumiando su
desesperanza.
No
había aprendido la lección con la secretaria y acababa de hacerlo
con dos desconocidos. El amor no “toca” con sus flechas de Cupido
a los hermosos y ricos como en las novelas. ¡Para nada! El muy
capullo se vendaba los ojos de verdad y disparaba al azar,
prefiriendo a una insulsa pareja con ropa de mercadillo y pasaba de
largo frente a ella.
Paula,
la más “in” , no dejaba de ser a última hora la más
insignificante de los mortales. Le dolió la lección, pero
tomó nota:
No
juzgar por la apariencia. No pensar que la vida era una película
romántica. No desdeñar al prójimo.
De
camino a su casa fue captando los rostros con que se cruzaba,
obsesionada ahora por averiguar si sus gestos transmitían
sentimientos o eran neutros, como ella prefería
mostrarse...Descubrió que la mayoría reflejaban lo que su cabeza
ocultaba: alegría, amargura, serenidad... Otros se escondían bajo
una mascara de fría indiferencia, los menos.
Mientras
subía las escaleras de mármol veteado de su portal se hizo una
promesa: a hacer puñetas Javier y su secretaria; pero también sus
aires de grandeza. Iba a empezar a portarse como un ser humano
normal, con debilidades y esperanzas. ¡A ver si el maldito destino
le lanzaba la pelota correcta y podía averiguar qué era eso que
sentía la pareja del banco!
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