Considero
que un libro es bueno cuando logra arrancarte risas o lágrimas,
cuando te recome las entrañas y te hace recapacitar en que lo mismo
que habla el autor lo has sentido o pensado tú en algún momento.
Eso
me está ocurriendo leyendo “El balcón de invierno” de Luis
Landero, escritor de mi tierra aunque afincado en Madrid. Me lo
regaló un amigo y me concedo pequeños ratos para disfrutarlo porque
es un tipo de lectura que uno no puede hacer de un tirón dado que
invita a la reflexión mientras los ojos recorren sus páginas. No es
una lectura fácil; es de la que te va marcando a fuego, arrancando
recuerdos y haciendo que te identifiques con sus múltiples
pensamientos.
Esta
mañana primero reí con unos cuantos y después me ahogué en
llanto con otro.
Evoca
Landero el día que entró en una librería y se compró su primer
libro, un libro “que era solo suyo”, y lo recuerda como si la
acción fuera un prodigio. Me he reído, claro. Era un chico de
campo llegando a la capital y me imagino cómo se sintió de aturdido
– yo aún rememoro mi pavor entrando por vez primera en la escuela
de Magisterio de Badajoz, que a fin de cuentas es un pueblo grande en
comparación – pero además, también sé en qué momento exacto
compré mi primer libro. Fue un día de final de curso de octavo,
iba con una amiga y adquirí un ejemplar de bolsillo de “Love
Story” en una librería que ya no existe. Puedo sentir las
vibraciones de emoción en la boca de mi estómago, mis ganas de
descubrir qué me ofrecía aquel pequeño tomo de pastas azules, la
emoción de su lectura..Estaba acostumbrada a leer las novelas de mi
madre, las de la biblioteca pero “ aquel” era sólo mío,
comprado con mi dinero, no un regalo, una adquisición.
También
dice Landero que, en ocasiones, se enamoraba “perdidamente de una
palabra” ¡Dios Santo, y yo pensando que era la única colgada del
planeta! Porque me pasa a menudo,que descubro un vocablo y su
musicalidad o lo que quiera que sea me hace asimilarlo y añadirlo a
mi colección de “palabras bellas”.
Construye
otra oración que no puedo dejar de transcribir: “A veces, el
pasado no deja nunca de pasar”. Y se queda tan pancho. ¿Verdad que
lo habéis experimentado cientos de veces? Yo, desde luego,sí. Y no
es que viva anclada en el ayer, es que hay sucesos que jamás dejan
de estar contigo, de acompañarte en los momentos más íntimos..o en
los más inoportunos, que de todo hay.
Termino con la reflexión que me ha hecho llorar. El otro día me
dijo alguien que escribir era como desnudarte, que entrañaba el
peligro de que los demás supieran cosas de ti que lo mismo podían
servirles para encumbrarte que para despedazarte, y es cierto pero ¿
qué sentido tiene escribir, sino, que echar a volar tus pensamientos
al mundo?
Landero
describe un sentimiento hondo de pesar - incuso lo achaca como
motivación de su escritura - a la desafortunada relación que
mantuvo con su padre; y sobre todo, al momento final, cuando sabiendo
que no le quedaban sino horas, lo visitó “de cumplidas” y se
marchó con sus amigos de parranda. Da a entender que la muerte de su
progenitor era un deseo secreto de su espíritu. Y, sin embargo,
después, una vez ocurrida empieza a atormentarle la idea de cómo se
habría sentido su padre, si echaría de menos que no se hubiera
despedido de él, si se sentiría traicionado en sus esperanzas y se
habría ido con una pena irreparable...
Quizá
se deba a que esta semana es el aniversario del fallecimiento del
mío, que me ha hecho llorar a moco tendido. Yo no me llevaba mal con
mi padre, no pensaba en absoluto que le había defraudado -como
asevera Landero del suyo – Teníamos una relación tranquila,
suavizada por la distancia. Sé que no le gustaba saberme “sola”,
trabajando en otra ciudad y viviendo independiente, pasando
“penurias” según él, cuando podía estar tan a gusto bajo su
ala, pero cuando llegaba a casa me demostraba un cariño tremendo y
creo que yo a él. No obstante, tras varias recaídas de salud, a las
que acudí solícita, hubo una última que, en mi ignorancia, dejé
pasar... Y ya no volví a sentir su tacto ni su mirada sobre mí; no
volví a verlo porque entró en coma y me negué a recordarlo de ese
modo, atado a una máquina. En mi inmenso agobio atosigué a los
médicos, anhelando saber si alguien en semejante estado puede
escuchar “de verdad” pero nadie supo darme certezas y en mi
cobardía, me quedé en la puerta cada vez que nos tocaba visitarlo.
A día de hoy no sé si hice bien. A mi madre sí la vi y la abracé,
ya muerta, y su recuerdo me persigue, pero predomina el de su
brillante sonrisa y su dulzura así que no sé...Igual no hubiera
sido tan duro y mi padre se hubiera llevado la alegría de saber que
su hija mayor, su “maestra”, estaba allí también, que no lo
había abandonado en su último viaje. De ahí mis lágrimas. Espero
que mi padre sea benévolo en el sitio donde esté y me guiñe un
ojo cómplice al leer estas palabras. Porque como Landero, también
yo escribo muchas veces para purgar la culpa, el sentimiento extraño
de pensar que le has fallado a alguien a quien amabas...
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