Lo
veía llegar cada mañana, taciturno, con el cabello oscuro
encrespado, húmedo aún por la ducha, sentarse en la misma mesa y
tomarse un café y una tostada. Agradecía con una tenue sonrisa el
servicio y se enfrascaba en sus pensamientos sin otra función que
masticar y tragar. Dejaba los cuarenta céntimos que redondeaban la
consumición y se marchaba portando el mismo aire ausente con el que
llegaba.
Val
no sabía en qué trabajaba pero sí su nombre. Hubo un tiempo en que
una chica lo llamaba por él, Gonzalo. En esa época él reía,
compartía su plato con la joven y le guiñaba el ojo cuando ella se
derretía con sus palabras. Después hubo un impasse de dos
meses en que no volvió y Val sintió que las mañanas eran menos
brillantes, a pesar del sol del verano, y el trabajo se le hizo más
arduo. Y , de repente, un día lo vio pasar ante el escaparate, con
ropa de deporte y el rostro demacrado, y toda ella se encendió.
Gonzalo
regresó a su cafetería preferida, o quizá era la que caía a dos
pasos de su apartamento, aunque no se sentó nunca más en la otra
mesa. Escogió la que hacía esquina, desde la que no veía a nadie,
dando la espalda a los clientes, con solo una pared de ladrillo rojo
delante y la salida de la barra por donde Val se escabullía para
servirle el pedido.
Ella
se preguntaba si sabría qué aspecto tenía la muchacha que le
atendía a diario; ella se conocía el de él de memoria. Nunca se
habían cruzado sus ojos desde que regresó solo. Antes sí, pero
teniendo una chica tan bonita a su lado, era imposible que se hubiera
detenido a mirarla.
El
tenía un cuerpo delgado, más desde que volvió, aunque ahora la
ropa lo cubría por completo igual que las nubes tapaban el cielo;
los ojos grises, más tormentosos que los de los nubarrones que de
vez en cuando descargaban al otro lado de los ventanales; el pelo
oscuro, como la calle cuando ella terminaba el curro y regresaba a su
triste guarida.
Al
día
siguiente se festejaba el día de San Valentín y su jefe le
había pedido que decorase el local – ni siquiera cayó en el
detalle de que también era su santo, pero en fin, así eran las
cosas en el mundo real – por lo que esa noche recortó corazones de
cartulina en diferentes tonos de rosa y rojo y los ensartó en
cordeles de lana blanca. También dibujó frases que sacó de
internet y una de ellas le llenó el espíritu de nostalgia: “Amor
no es aquello que queremos sentir sino aquello que sentimos sin
querer”. Se mordió los labios y se tragó las lágrimas. Ella no
sabía lo que era estar enamorada; no, no era exacto; no sabía lo
que era sentirse amada, porque el primer día en que Gonzalo entró
en la cafetería su corazón había dado un vuelco y desde entonces
trotaba ligero cada vez que lo miraba. No importó que él acudiera un
breve tiempo con aquella preciosa chica – aunque dolió – ni
verlo feliz en su compañía, ni desgraciado sin ella...Casi hubiera
preferido no ser testigo de la última fase puesto que no tenía
posibilidad de consolarlo ni tampoco le servía de acicate; él jamás
se fijaría en una persona tan anodina como ella...Le hubiera
encantado ofrecerle su amistad y su compañía, pero se limitó a
hacerle el desayuno con la misma dedicación que si fuera su amante;
el café fuerte, la tostada en su punto, la mantequilla semi
derretida...y una galleta de chocolate junto a la taza que él nunca
solicitó pero con la que ella le obsequió desde el principio.
Era
cierto que ella no había pedido sentir lo que sentía...pero allí
estaba, tenaz y cálido; dándole un motivo a su existencia.
Ese
catorce de febrero se levantó con un aliciente nuevo; horneó las
galletas con mimo, las envolvió en su papel de estraza y llegó al
establecimiento con quince minutos de adelanto; en diez ya había
decorado el local , se había retocado el maquillaje y pintado los
labios de un rosa muy suave, a juego con su delantal, y comenzó a
atender a su clientela a las ocho en punto.
El
público en general acogió con buen humor el ambiente festivo del
día, agradeció las galletas – esta vez hubo para todos, gratis –
y alabó la sonrisa de Valentina. Alguno incluso se acordó de
felicitarla. Estaba riendo con un cliente cuando él entró por la
puerta y se quedó clavado en el vano, mirándolo todo con un ceño
fruncido que le hizo temer que saldría corriendo; sin embargo,
Gonzalo se llegó hasta su mesa, contempló el pequeño paquete que
ella le había dejado junto al servilletero y la interrogó con los
ojos, plenos de sorpresa. Ella sólo se encogió de hombros y musitó
Es mi santo; a lo que él replicó Entonces quien
debería recibir regalos eres tú. Val
sonrió y regresó a su santuario, tras la barra; le organizó el
desayuno y lo pilló mirando la postal que había colgado
intencionadamente frente a sus ojos, en el muro de ladrillo, con la
frase que le había impactado.
La
mirada gris volvió a posarse sobre ella. ¿Crees que el
amor verdadero existe? preguntó
no sin cierta ironía.
La
sonrisa radiante de Val lo desarmó, haciéndolo parpadear, confuso.
Sé
que el amor existe, dijo ella
con parsimonia.
¿Porque
te aman? .
No.
porque amo yo.
Gonzalo
no volvió a preguntar, consumió su comida y pagó como cada día.
Valentina lo miró marchar con una sonrisa resignada aunque orgullosa
de sí misma por haber provocado una leve conversación con el dueño
de sus sentimientos. Lo consideró el mejor regalo que el pequeño
cupido podía hacerle y mantuvo la sonrisa puesta para el resto de
clientes.
Sin
embargo, el impredecible destino le reservó un obsequio inestimable:
a mediodía Gonzalo regresó a la cafetería y dejó una rosa roja
sobre el mostrador. Su rostro se mantuvo serio pero el gris de su
mirada no mostraba la habitual dureza del plomo sino la calidez del
cuarzo. Cuando ella preguntó con sus expresivos ojos castaños él
se limitó a decir
Feliz día, Val. Y
la dejó plantada, con la sonrisa más boba que había puesto en su
vida, con una felicidad nueva rondando el órgano que latía por un
extraño; un extraño que acababa de regalarle la primera flor de su
vida. Un extraño que acababa de regalarle una promesa llamada
esperanza.
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