Cuando era pequeña
disfrutábamos de dos ferias en Don Benito, una en febrero y otra en
septiembre. No conozco el motivo de que se celebraran dos ni tampoco
el porqué de que finalmente se redujera a una pero admito que la
fecha es la más acertada. En febrero hacía un frío desagradable y
daba más pereza salir a la calle pero con el fin de los calores
veraniegos y la entrada inminente en los estudios, ésta se
aprovechaba muchísimo más.
Personalmente, que
llegara la feria suponía, de pequeña, estrenar ropa. Supongo que
era una costumbre común. Mi hermana y yo nos reímos a carcajadas
cuando evocamos unos trajes de mezclilla a cuadros, cada una de un
color diferente, con pantalón de campana y cazadora corta, que mi
madre nos encargó en una modista (lo normal en esa época, hasta que
también empezamos a comprar en la antigua tienda de Estanis y
Emilia (hoy Emilia Modas desde que dividieron el negocio ambos
hermanos) en cuyo mostrador me encontraba con mi amiga del alma,
María Romero.
Estrenaríamos otras
cosas pero, no sabemos por qué, esos trajes se han quedado grabados
en nuestra memoria. Debieron gustarnos mucho a pesar de que ahora
los vemos horripilantes.
Pensar en la feria es,
además, evocar a mi madre subida con nosotros (mi hermano Manolo
añadido) en el “gusano loco” y su cara de horror al descubrir,
cuando nos bajamos, que había perdido la peluca. La usaba por
coquetería y porque estaba de moda en esa época, no como ahora que
se suelen llevar por motivos más tristes; la tenía en alta estima
por lo que allí nos veas a los cuatro rogando al maquinista que nos
la buscara a cualquier precio. No pudo ser y mi madre no sé cómo
se las arregló para salir de allí sin demasiado mal aspecto. Hasta
la mañana siguiente no estuvo aquel engendro en casa, de vuelta a su
maniquí.
¡Qué curiosos son los
recuerdos que se agolpan así, por las buenas, haciendo que olvidemos
otros que quizá también tuvieron su importancia!
Imposible no rememorar
la sensación única del hormigueo en el estómago montada en el
zigzag o el pulpo, la presencia imprescindible en los coches de
choque ya que era el lugar de citas para ver a los niños que nos
gustaban, el placer del vaivén del tiovivo...
Con los años una se va
haciendo cobarde y ya, tras haber estado a punto de “morir de
pavor” en un galeón, se acabó para mí la aventura de las
atracciones de feria. Triste pero cierto.
Ahora esa fiesta
implica copas y baile. Además, prefiero el mediodía a la noche. Con
todo, debo admitir que llevo unos años sin apuntarme al carro de ese
festejo. La vida no me ha dado la oportunidad de acudir al pueblo en
dichas fechas por más que yo haya querido vivirlas.
Uno de mis recuerdos
preferidos es el de un mediodía en el que me junté con mis
hermanos y mis sobrinas. Yo llevaba un top y una falda larga que me
arremangaba en las casetas para bailar al son de cualquier música
pop, vaso en mano, sin pudor ni recato: un frente a frente con mi
hermana (mejor danzante que yo, que para eso ganó un concurso de
rumbas en algún momento de su vida joven), un desafío con mi
hermano Diego, casi siempre ausente en estos menesteres, una ronda
con “mis niñas”...
Disfrutar con mi
familia es innato en mi persona, me encanta estar con ellos
gamberreando. Y aquella tarde resultó inolvidable: tapas, risas,
música...No nos hicimos fotos (impensable hoy día, ¿verdad?) y
bien que lo siento, aunque las imágenes permanecen grabadas en mi
memoria.
También evoco otras
ferias de mediodía con mi pandilla, admirando los caballos (un poco
raro, como si estuviéramos en Sevilla), pasando un calor asfixiante
paliado con cervezas y rebujito en
casetas medio desiertas (no había por
entonces mucho hábito de mediodía; ignoro cómo será ahora),
bailando al ritmo de melodías brasileñas con animadoras
del cotarro... Pero sobre todo me viene a la memoria una tarde en
que nos quedamos contra viento y marea mis amigos Manolo Cidoncha,
Cecilia Casado y yo, apurando las horas con un café en la terraza
del Quinto Cecilio desde la que dominábamos todo el recinto,
parloteando con esa lengua suelta que te da el “ir pasado de
rosca”. A Cecilia le había regalado un admirador una botella de
Vega Sicilia y Manolo y yo no entendíamos que no quisiera
compartirla con nosotros, prefiriendo guardarla para un momento
“especial”...Por más que lo intentamos no cedió. Luego, años
después, me confesó que al abrirla “estaba pasada”. Castigo
divino, aduje yo con mala uva aunque sintiendo de corazón que se
hubiera echado a perder tan impresionante vino. Las cosas ricas son
para compartir con los amigos, que para eso nos soportamos en las
malas y en las buenas, pienso.
Pero en fin, así son
las cosas. A veces guardas lo bueno para más tarde y no encuentras
ocasión de aprovecharlo.
Por eso yo no he
querido negarme a contaros estas anécdotas en la revista de la
feria. A la mayoría os parecerán bobadas, pero forman parte de mi
baúl personal, me acompañan como el resto de recuerdos de mi
pueblo, del que hablo siempre que hallo ocasión porque no hay nada
más lógico que amar la tierra que te vio nacer, y he optado por
compartirlas.
Os deseo unas felices
fiestas de septiembre, que las disfrutéis a tope y que llevéis con
la cabeza alta y orgullo en el corazón el nombre de Don Benito.
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