Desde
hace unos meses vivo en un infierno del que no sé cómo escapar. Hoy
empieza la primavera, ha dicho alguien mientras aguardaba la
llegada de la psicóloga que me atiende una vez al mes y una mueca
sarcástica se ha dibujado en mi rostro. Tengo veintidós años
recién cumplidos; mi ultima fiesta de cumpleaños fue una sorpresa
que mis padres me tenían organizada cuando llegué de la
universidad; somos cristianos pero estaban invitados también
nuestros amigos árabes y resultó maravilloso comer y beber al son
de las melodías que a todos nos entusiasmaban. En esos días ya
circulaba el temor, los murmullos...La televisión contaba cómo se
estaban complicando las vidas de los libios y los egipcios y daba un
cierto pavor que esas calles llenas de tumultos que nos mostraban
fueran un día las nuestras...Pero vivíamos bien, mis hermanos y yo
estudiábamos, mi madre atendía nuestra casa y mi padre trabajaba
para una industria farmacéutica. Somos de Alepo, una ciudad bella
entre las bellas. Disfrutábamos de electrodomésticos, un auto,
vacaciones en la playa, pequeños lujos...Como tienes tú.
Después
de ese cumpleaños mi padre perdió su empleo porque la empresa
cerró; mi madre tuvo problemas para abastecerse en el mercado y nos
prohibieron a mis hermanos y a mí salir de casa porque las calles
dejaron de ser seguras. Nos trasladamos a una pequeña aldea de la
que mis abuelos habían emigrado para proporcionarle un buen futuro a
mi padre y durante varios meses conseguimos sobrevivir de lo que daba
la huerta y una cabra que mi padre cambió por su reloj suizo. El
problema fue que la población de la aldea era mayoritariamente árabe
y una noche vino un grupo de jóvenes alborotadores y nos quemó la
casa. Logramos salir vivos gracias a la intercesión de un viejo
amigo de mi abuelo, pero tras entregarnos un paquete con comida nos
conminó a marcharnos de allí. Alguien le había dicho que una
organización humanitaria ayudaba a la gente “como nosotros”.
Recuerdo que me eché a llorar cuando escuché esa sentencia ¿ Y
cómo éramos nosotros? ¡Eramos tan sirios como él y los que nos
atacaron!
A
ese día le siguieron otros y otros y otros...Andando, porque
nuestro coche se lo quedaron los que nos atacaron, nos topamos con
riadas de gente buscando lo mismo que nosotros, un lugar donde
quedarnos. Mi padre fue malvendiendo las cosas de valor que
llevábamos cosidas en la ropa, en una búsqueda incesante de calzado
que aguantara las piedras del camino y unos abrigos que sustituyeran
a los que se nos caían a pedazos...Hubo días en los que no tuvimos
nada que llevarnos a la boca y el frío nos traspasó la piel, y
otros en los que el calor nos abrasó las cabezas. Al fin conocimos a
los que creíamos nos llevarían al paraíso, una gente amable con
pegatinas de ACNUR en sus ropas. Nos subieron a un autobús...Y
llegamos a Grecia. Yo había leído sobre Grecia, un país
maravilloso, plagado de restos arqueológicos, como nosotros teníamos
la bella Palmira, con sol, gente amable como éramos nosotros,
música y risas...No sé dónde se encuentra esa Grecia. Vivimos en
un edifico gris y desconchado en el que el frío del invierno nos ha
congelado los huesos, en los que la lluvia se deja resbalar por unos
sucios cristales y en los que habita gente de tan malos modos que mi
madre nos retiene bajo su falda cada día porque se escuchan
historias de violaciones y robos. No sé qué podrían robarnos si la
ropa que llevo es prestada, huelo mal y ningún chico con buenas
intenciones se atrevería a abordarme.
La
psicóloga, una española muy simpática y amable, me escucha con
gesto resignado y me alienta a que piense en positivo. Cada mes me
pregunta cómo me han ido las cosas y me habla de un posible traslado
a un lugar mejor. ¿Mejor? Yo antes, cuando estudiaba, sabía
que mejor significa más que bueno. Este sitio no llega a calificarse
ni de poco malo ¿ Qué
significa para ella mejor? Y que tenga esperanza,
que debo salir de mi depresión...Me entran ganas de estallar y
gritarle que necesito que me devuelvan mi antigua vida, el color del
cielo de mi país, el sonido de su música...Mi antigua habitación.
Un baño familiar y no comunitario, compartido por miles de
personas que hacen cola para asearse de mala manera.
¿Esperanza?
Saber que a pocos kilómetros de aquí la gente vive vidas de verdad,
con televisiones, ordenadores, risas, bares..¡Y encima hoy empieza
la primavera! Mi estación favorita del año. Sin embargo, lo único
que anhelo es cerrar los ojos y dejar de oír que soy una refugiada,
que estorbo en todas partes, que somos una molestia para los
políticos, para esos que pagaron las bombas que asolan mi tierra.
¿Esperanza?
La española debe estar de broma. Porque yo estoy sumida en un
sueño macabro pero no soy la protagonista de una serie televisiva
...Simplemente me veo obligada a ser una refugiada.
Una
persona que hasta hace unos años era tan normal como tú.
Este relato lo escribí el pasado lunes, el día internacional de la felicidad, tras escuchar a una cooperante en la radio cómo vivían los refugiados a los que atendía en Grecia. Da igual en realidad dónde estén, su edad o su género. Sólo he pretendido que no olvidemos que ellos están allí y nosotros aquí pero que las tornas se pueden cambiar para todo el mundo en cualquier momento. He querido remover nuestras conciencias aunque sólo nos dure el instante de esta lectura.
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