Un
chico está trabajando en la calle y se encuentra una cartera con
cuatrocientos y pico de euros. Mira la documentación y acude al
domicilio para entregarla pero nadie responde. Repite un rato después
y nada. Piensa que al día siguiente cuando haga el mismo recorrido
se la devolverá a su dueño. Pero tampoco esta vez acuden a abrirle.
Por la tarde su hermana le insiste en que vuelva al domicilio y si no
está, que deje recado a algún vecino. El dueño del dinero es un
señor mayor y seguramente debe estar agobiado por la pérdida. A
regañadientes, el muchacho obedece. No le abren. Consulta con un
vecino, quien admite que no lo ve desde el día anterior y que no
tenía buena cara. Se ofrece a saltarse la tapia que comunica ambas
casas pero el muchacho prefiere que llamen a la policía. Cuando
estos se personan encuentran al hombre en la cama, inconsciente por
culpa de un ictus. Se lo llevan en ambulancia y el joven hace entrega
de la cartera a la policía para que se la devuelvan en cuanto vuelva
en sí.
El
primer pensamiento de ese muchacho es que gracias a la insistencia
de su hermana han podido llegar a tiempo, y se siente liberado por no
tener sobre su conciencia el peso de una vida. El hombre vivía solo
y seguramente nadie lo habría echado en falta en días. Tuvo la
“fortuna” de perder una cartera y de que la hallara una persona
honesta.
¿Por
qué relato esto? Porque los protagonistas de la historia son dos de
mis hermanos y no he podido sentirme más orgullosa de ellos al
saberlo por teléfono. La voz de mi hermana era de autentico alivio y
sé que mi hermano ni se siente orgulloso ni presume de nada, sólo
está tranquilo por haber hecho lo correcto.
Mis
padres se sentirán orgullosos de ellos allá donde están.
A
veces nuestra vida está en manos de la persona más inesperada.
Ojalá todos tengamos la misma suerte que ese desconocido.
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