Recuerdo
cómo, de pequeña, a lo largo del verano se llenaba el pueblo de
forasteros que acudían al calor de la familia. Era divertido conocer
caras nuevas, contemplar la Avenida rebosante de gente, las terrazas
abarrotadas, escuchar en la piscina acentos de otras provincias. La
vida que adquiría Don Benito lo convertía en un lugar atractivo,
distinto del aburrido pueblo del invierno. Al menos desde mi
percepción de niña.
Con
el paso del tiempo la situación cambió. La gente de fuera prefirió
las playas y la de dentro también. Pasear a la una de la madrugada
en pleno verano era hacerlo por calles vacías. Lo comentábamos con
tristeza los que quedábamos, sin otro sitio de reunión que la
piscina porque los fondos no nos alcanzaban
para más.
Hasta
que nos llegó la oportunidad y también nosotros nos fuimos. Unos
solo durante el verano y otros para todo el año. Estos últimos
descubrimos lo que significa la «añoranza del regreso».
Tras
vivir más de veinticinco años fuera de «mi casa» puedo comprender
cómo se sentía aquélla gente que acudía verano tras verano al
reencuentro con los suyos. También entiendo que dejaron de hacerlo
no porque prefirieran la playa sino porque sus hijos ya tiraban para
otros lares, poco identificados con el concepto de familia que sus
progenitores acunaban en su corazón. Lo que no se asimila no se
ama. Y para esos críos Don Benito debía ser, simplemente, «el
peñazo de pueblo de mis padres».
Para
los que nacimos allí, no obstante, cada calle tiene un significado,
cada rincón del parque, cada bar, cada comercio...Nos enorgullece
contemplar cómo ha crecido, cómo hemos pasado de llamarnos «villa»
a serlo de verdad; en definitiva, cómo ha prosperado. Y puedo
asegurar que, en cada regreso, por fiestas del tipo que fuera, me ha
encantado retornar a mis orígenes, sentirme «calabazona» hasta la
médula, presumir de pueblo.
Ahora
que me dedico al arte de escribir pregono mis raíces, alardeo de
extremeña y de dombenitense donde quiera que paro. No en plan
regionalista ni nada de eso, que me resulta cateto siendo el mundo
tan grande y mi alma universal, pero sin querer, algo
en mi interior
me lanza a definirme de ese modo, a dejar claro que en un
remoto lugar - para mucha gente - nacimos personas que creamos, que
intentamos construir un mundo más bello.
Esa
necesidad que nos nace de dentro parece ser imperativa de «la gente
de pueblo», según he podido contrastar. En las ciudades grandes no
tienen tanto afán por definirse. Somos los emigrantes laborales o
«los hijos de», los que parecemos sentirlo. Hace unos días, en
Galicia, una escritora desconocida para mí, me abrazó de sopetón y
me llamó «paisana». Y eso que vivía en Asturias, nacida allí, y
su padre había emigrado al norte desde un pueblo de Badajoz cuando
apenas era un muchacho. »Pero todos los veranos vamos unos días,
porque la tierra nos tira», aseguró, contundente.
Y
resulta que es cierto, que tira. Tira tanto que he decidido volver
para siempre. Regreso a mis raíces, a mi familia y mis amigos. A mi
hogar.
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