Necesitaba
perderme. Renegar del ruido y el caos en que se estaba convirtiendo
mi vida. Las alabanzas, las palmaditas en la espalda, las miradas de
envidia...Resultaba un contacto tan vacío que me asqueaba. Conduje
sin rumbo por carreteras del norte, entre árboles gigantes que
formaban galerías de sombras para darme cobijo, maravillada por el
color de las hojas que amarilleaban y el gris del cielo encapotado.
Me habían hablado de una pequeña casa rural que regentaba un tipo
peculiar , acostumbrado a dejar a los huéspedes a su suerte, y me
pareció el lugar idóneo para esconderme. Desistía casi de mi
propósito cuando lo hallé, al final de un sendero estrecho
señalizado por un tablón que rezaba «Villa silencio». ¡Y por San
Judas que lo era! Ni el piar incómodo de los pájaros al atardecer
se percibía.
La
casa constaba de una sola planta , con tejado a dos aguas y
chimenea. De no salir humo por ella hubiera dado por abandonado el
lugar; con todo, me mordí los labios con incertidumbre y miré en
rededor. No se escuchaba un alma ni había más medios de locomoción
que el mío. Resistí la tentación de dar media vuelta cuando la
puerta de madera oscura se abrió y asomó por ella la faz de un
hombre de mediana edad, con cabellos crespos y ojos verdes que
parecieron taladrar mi ánimo. Vestía cómodos pantalones con botas
a media pierna y camisa holgada, como si fuera cazador o siguiera la
moda de otra época , pero la ropa le sentaba bien a su cuerpo
fornido. Rechacé el pensamiento esbozando una sonrisa que supuse
amable y me presenté con voz distante.
–
Me hablaron de la casa ¿ tiene usted alojamiento para un par de
noches?
El
me estudió como si lo estuviera decidiendo, lo cual me incomodó, lo
admito, pero luego se volvió en redondo y abrió la puerta para
señalarme el interior.
–
Es todo lo que hay – declaró.
«Todo»
consistía en un salón abierto, con el fuego crepitando frente a
un sofá acogedor , una mesa con sillas de madera auténtica,
ventanales con vistas al bosque , una cocina rustica y un dormitorio
sin baño. Vislumbré un bacín bajo la cama y un aguamanil en un
rincón. Tentada de dar media vuelta me dije ¡Qué puñetas, sólo
será una noche! y asentí al taciturno posadero. Le cerré la
puerta en las narices, abrí mi maleta para ponerme cómoda y ya en
chandal salí a otear el panorama. Olía bien. Hallé sopa sobre la
mesa y pan crujiente así que , advertida de que el hombre era
huraño, me serví a mi aire. Cuando llevé el plato a la cocina
estaba vacía y el fogón helado pero no le di importancia. Me
arrebujé en un chaquetón acolchado y salí a merodear por los
alrededores. La luna estaba alta y permitía recorrer el bosque sin
usar la linterna del móvil, que por cierto estaba sin cobertura,
aunque fuera lo menos raro de semejante sitio. Me incomodaba que el
silencio fuera «tan» silencioso. En un claro hallé un grupo de
lápidas. Sin nombres, excepto una. Sólo piedras enhiestas sobre
mullido verde. Intrigada, palpé las tumbas y rocé con las yemas el
frontal de los sepulcros, esperando un relieve, por mínimo que
fuera, pero no lo había.
–
Nunca supe sus nombres -escuché en un susurro, sobresaltándome.
–¿
Les conoció?
Me
miró de nuevo , severo.
–
Igual que a usted.
Fruncí
el ceño, molesta por su hermetismo.
–
¿Quiere decir que fueron huéspedes de la villa?
–
Hace muchos años que nadie acudía en una noche como hoy –
asintió, cruzado de brazos con indolencia – La noche de difuntos.
Me
estremeció un escalofrío la columna vertebral y el pelo se me erizó
con desconfianza.
–
¿Está insinuando que es usted un asesino en serie o algo así?
Su
risa sonó hermosa, seductora, y mi estúpida mente me dijo que el
hombre resultaba atractivo. ¡Menudo momento para menudencias!
–
Mi nombre es Samuel. Samuel Vigil.
En
un fogonazo recordé que ese era el único nombre que figuraba
inscrito en el inquietante paisaje de piedra donde me había
adentrado. Samuel Vigil (1815 – 1850)
–
¿Insinúa que está usted muerto? - repliqué, mas furiosa que
asustada.
–
Estamos – asintió.
Y
entonces lo recordé. El paisaje arbolado, el ciervo que no vi, el
precipicio...el silencio.
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