Esbozó
una sonrisa tierna y alargó los dedos para deslizarlos, sinuosos,
por el perfil de su rostro. Recorrió con parsimonia las arrugas de
su frente, las que dibujaban tajos profundos alrededor de los ojos,
las que destensaron los pómulos, las que rodeaban su boca. Acarició
con amorosa lentitud el contorno del semblante conocido y depositó
los labios en la ajada mejilla.
No
le importaban los surcos que mudaron su rostro, ni las rojeces de la
piel, ni siquiera la mirada opaca. Al mirarlo, ella sólo veía al
hombre que la había llevado de la mano al colegio cada día, al que
la estrechaba en sus brazos si lloraba, del que arrancaba una sonrisa
con sus mimos. Su yayo. Su abuelo.
Aunque
no la reconociera, ella tenía memoria por los dos. Lo abrazó, se
fundió en un achuchón con él y el breve parpadeo de sus ojos le
dijo que la había recordado; un instante, un segundo, pero a ella le
bastó.
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