Tres
meses. Tres interminables meses de martillos mecánicos, pala
excavadora, hormigoneras, cortadoras y demás zarandajas usadas en
construcción invadiendo la calle, emitiendo sus zumbidos y pitidos…
Tres meses. Sonriendo a los curritos porque, a ver, ellos no tienen
la culpa, hacen su trabajo; preguntando «¿cuánto os falta?» cada
dos días con la esperanza de que la respuesta sea «Ya acabamos»,
pero no… «Antes del verano», dijeron en enero. Pasaste la navidad
con los suelos embarrados porque era imposible subir a tu casa sin
llevarte los restos de la obra en los zapatos: pasaste de limpiar las
cristaleras porque el polvo inundaba los rincones con ahínco,
pasaste de las pisadas por la lluvia que se aunó para hacer más
complicado el asunto… y al fin llegó el buen tiempo y no pudiste
abrir las ventanas porque ese pitido que te despertaba cada mañana y
te impedía dormir la siesta, era un ruido estridente con las hojas
de par en par.
Esa
mañana te pusiste la ropa de deporte como cada día, antes de que
llegaran, cogiste unas tijeras de podar… y les cortaste el cable
del odioso motor que alimenta la maquinaria. Cuando hiciste el
regreso los pillaste malhumorados, bufando de la mala gente que hace
daño porque sí… y esbozaste una sonrisa perversa, de venganza.
Pírrica, pero venganza al fin y al cabo.
¿Quien
puede culparte? ¿A quién no ha desquiciado una obra?
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