"Si pudiera dormir rodeándote con mis brazos, la tinta podría quedarse en el tintero" (D. H. Lawrence)

jueves, 5 de diciembre de 2019

Mágico Cucurucho


No hay como el calor del amor en un bar cantaba Gabinete Caligari en aquella canción ¡y cuánta razón tenía! Amores, desamores, celebraciones, nocheviejas...No hubo instante de la vida de gente de cierta edad que no estuviera marcado por el ritmo de las copas en El Cucurucho.
He querido escribir el presente artículo porque si hubo un bar que marcó mi juventud, fue éste. Ha habido magníficos “antros” en nuestra ciudad, pero solamente me indigné en serio por el cierre de dos, el 21 y El Cucurucho. Si el primero lo compartí cientos de veces al mediodía con mi padre y sus amigos, codo con codo con mi pandilla, Cucu era el espacio de la noche, de la libertad, el de la música más actual.
Quise tanto a ese sitio que lo usé en mi novela Asuntos pendientes como lugar de encuentro de los protagonistas, un chico pijo y una chavala de clase obrera. Porque eso era lo que se respiraba entre sus paredes, una mezcla de edades, de estilos, de disfrutar de la vida.
Para refrescaros la memoria os contaré que abrió sus puertas en febrero de 1985 y las cerró en verano del 2003. Surgió de una ilusión de Juan Antonio Ocaña, quien antes de aposentarse definitivamente en Don Benito corrió mundo a lo largo de cuatro años camuflado en su uniforme de la Marina. Juan descubrió garitos fantásticos en sus correrías por las ciudades de puerto y pensó : en mi pueblo no hay nada de esto. Y para nuestra fortuna, lo creó. Con dos socios, Marina del Río y Jesús Dávila (Suso para los amigos), Juan cumplió su sueño.
El magnífico equipo de música que amenizó tantas y tantas horas de nuestras vidas se lo trajo de Melilla, comprado con sus ahorros. Lo decoró moderno y empezó su aprendizaje de empresario detrás de una barra. Cuando lo dejó estaba cansado, había experimentado muchas historias y se había convertido en “un señor respetable”, casado y con hijos.
Los toros se ven mejor desde la barrera después de tantos años toreando. Se entiende, pero ¡jo, cómo se añora! ¡Ningún otro local ha poseído esa magia para los que fuimos asiduos!
En el rato de charla que compartí con Juan para la documentación, me contó cosas sorprendentes, como que fueron los primeros en celebrar el entierro de la sardina, amparados por nuestro común amigo Pepe Barjola, en aquellos entonces con influencias políticas. Yo debía andar por Badajoz esos años porque de haber estado lo recordaría, y de haber vivido en el pueblo, no hubiera faltado. Se organizó en plan amiguetes y se terminó convirtiendo en fiesta multitudinaria. También serían ellos los que estrenarían la feria de día en el centro, los que introducirían las sevillanas y la juerga de la feria de abril, con caballos por la calle Virgen incluidos, y en otro plan más relajado, las tardes de cafés a ritmo de jazz.
Es lo que da dedicarte tantos años a un negocio, que te reinventas. Juan supo hacerlo muy bien.
Con el tiempo, Marina se descolgó del trío. Le seguiría Suso. Ya como único dueño, con la ayuda de Belén, su mujer, redecoró el local y trajo tapas geniales a su barra ( confiesa, orgulloso, que es una cocinera excelente).
Ignoraba que Juan fue socio de bares que me vienen al recuerdo con imágenes inolvidables: Extremoduro (¿os suena una remezcla de gente sentada en la calle, divirtiéndose, alternando a derecha e izquierda,con una musica atronadora saliendo del local? ¡Qué marcha tenía aquel sitio, por Dios!), de la Harinera, que después se denominaría Chinatown ( ¡Qué madrugadas más apoteósicas he pasado en ese patio!), de No me da la gana bailar en el Guadiana, en Medellín, del bar del Parque Grande durante los meses de verano...
Afirma que la relación con los dueños de otros chiringuitos, famosos a la par que Cucu, llámese Sidecar, Chaplin, Violín, Planta Baja o Sanfran, siempre fue buena, de colaboración.
Creo que esa época podría denominarse la edad de oro de los bares dombenitenses. No hemos vuelto a contar con una cantidad de lugares tan bonitos ni libertinos. No en esa concentración ni de esa calidad.
Cuando dije que quería escribir sobre Cucurucho, en los rostros de mis conocidos se reflejó la nostalgia y los comentarios que dejaron caer fueron del tipo !Qué momentos más buenos he vivido yo allí! o ¡Qué pena que cerrara!
Me evoco sentada en la barra, rodeada de amigos; tarareando mis canciones preferidas; escuchando grupos que me eran desconocidos; recostada en el poyete de la ventana, mirando a la gente pasar; curioseando; tragándome las reflexiones de Fidel sobre el maravilloso Tennessee Williams... Leyendo el poema que compuso Manuel Cidoncha,“Vodka y lima”, inspirado en la bebida que compartíamos en esa época. ¡Mil imágenes memorables! ¡Cuántas no guardará Juan, que vivió el día a día de sus clientes! ¡Cuántos secretos no permanecerán en su cabeza tras tantos años de ver pasar multitudes por su local!
Me dice que lo dejó en el mejor momento, cuando los jóvenes iniciaron la era del botellón, se desplazaron a las Cumbres y el centro quedó vacío. Entiendo que prefiera tomarse las cañas en vez de servirlas – pese a confesar que añora un lugar como el suyo en Don Benito –, que estuviera cansado de lidiar con el público, los horarios, las quejas de los vecinos o las exigencias del Ayuntamiento, pero, os lo juro, para mí, ninguna nochevieja ha vuelto a tener el sabor loco y mágico de las que viví en el interior de Cucurucho. Igual era la edad. Igual era el sentirte como en casa. Igual era la complicidad de la clientela. Igual. Pero siempre lo sentiré en mi corazón como un lugar irrepetible.
¡Salve, Cucu! Quien te disfrutó, te saluda. 

Este artículo ha sido publicado en el número del presente año de  la revista cultural Caramanchos de Don Benito. Mis agradecimientos a su equipo directivo  por solicitar  nuevamente  mi colaboración así como a Juan Antonio Ocaña Cáceres, por proporcionarme la información necesaria para elaborarlo.  

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