No hay como el calor del amor
en un bar cantaba
Gabinete Caligari en aquella canción ¡y cuánta razón tenía!
Amores, desamores, celebraciones, nocheviejas...No hubo instante de
la vida de gente de cierta edad que no estuviera marcado por el ritmo
de las copas en El Cucurucho.
He querido escribir el presente
artículo porque si hubo un bar que marcó mi juventud, fue éste. Ha
habido magníficos “antros” en nuestra ciudad, pero solamente me
indigné en serio por el cierre de dos, el 21 y El Cucurucho. Si el
primero lo compartí cientos de veces al mediodía con mi padre y sus
amigos, codo con codo con mi pandilla, Cucu era el espacio de la
noche, de la libertad, el de la música más actual.
Quise tanto a ese sitio que lo
usé en mi novela Asuntos
pendientes
como lugar de encuentro de los protagonistas, un chico pijo y una
chavala de clase obrera. Porque eso era lo que se respiraba entre sus
paredes, una mezcla de edades, de estilos, de disfrutar de la vida.
Para refrescaros la memoria os
contaré que abrió sus puertas en febrero de 1985 y las cerró en
verano del 2003. Surgió de una ilusión de Juan Antonio Ocaña,
quien antes de aposentarse definitivamente en Don Benito corrió
mundo a lo largo de cuatro años camuflado en su uniforme de la
Marina. Juan descubrió garitos fantásticos en sus correrías por
las ciudades de puerto y pensó : en
mi pueblo no hay nada de esto.
Y para nuestra fortuna, lo creó. Con dos socios, Marina del Río y
Jesús Dávila (Suso para los amigos), Juan cumplió su sueño.
El magnífico equipo de música
que amenizó tantas y tantas horas de nuestras vidas se lo trajo de
Melilla, comprado con sus ahorros. Lo decoró moderno y empezó su
aprendizaje de empresario detrás de una barra. Cuando lo dejó
estaba cansado, había experimentado muchas historias y se había
convertido en “un señor respetable”, casado y con hijos.
Los toros se ven mejor desde la
barrera después de tantos años toreando. Se
entiende, pero ¡jo, cómo se añora! ¡Ningún otro local ha poseído
esa magia para los que fuimos asiduos!
En el rato de charla que
compartí con Juan para la documentación, me contó cosas
sorprendentes, como que fueron los primeros en celebrar el entierro
de la sardina, amparados por nuestro común amigo Pepe Barjola, en
aquellos entonces con influencias políticas. Yo debía andar por
Badajoz esos años porque de haber estado lo recordaría, y de haber
vivido en el pueblo, no hubiera faltado. Se organizó en plan
amiguetes y se terminó convirtiendo en fiesta multitudinaria.
También serían ellos los que estrenarían la feria de día en el
centro, los que introducirían las sevillanas y la juerga de la
feria de abril, con caballos por la calle Virgen incluidos, y en otro
plan más relajado, las tardes de cafés a ritmo de jazz.
Es lo que da dedicarte tantos
años a un negocio, que te reinventas. Juan supo hacerlo muy bien.
Con el tiempo, Marina se
descolgó del trío. Le seguiría Suso. Ya como único dueño, con la
ayuda de Belén, su mujer, redecoró el local y trajo tapas geniales
a su barra ( confiesa, orgulloso, que es una cocinera excelente).
Ignoraba que Juan fue socio de
bares que me vienen al recuerdo con imágenes inolvidables:
Extremoduro
(¿os suena una remezcla de gente sentada en la calle,
divirtiéndose, alternando a derecha e izquierda,con una musica
atronadora saliendo del local? ¡Qué marcha tenía aquel sitio, por
Dios!), de la
Harinera, que después
se denominaría Chinatown
( ¡Qué madrugadas más apoteósicas he pasado en ese patio!), de
No me da la gana
bailar en el Guadiana,
en Medellín, del bar del Parque Grande durante los meses de
verano...
Afirma que la relación con los
dueños de otros chiringuitos, famosos a la par que Cucu, llámese
Sidecar, Chaplin, Violín, Planta Baja o Sanfran, siempre fue buena,
de colaboración.
Creo que esa época podría
denominarse la edad
de oro de los bares dombenitenses.
No hemos vuelto a contar con una cantidad de lugares tan bonitos ni
libertinos. No en esa concentración ni de esa calidad.
Cuando dije que quería
escribir sobre Cucurucho, en los rostros de mis conocidos se reflejó
la nostalgia y los comentarios que dejaron caer fueron del tipo !Qué
momentos más buenos he vivido yo allí!
o ¡Qué pena que
cerrara!
Me
evoco sentada en la barra, rodeada de amigos; tarareando mis
canciones preferidas; escuchando grupos que me eran desconocidos;
recostada en el poyete de la ventana, mirando a la gente pasar;
curioseando; tragándome las reflexiones de Fidel sobre el
maravilloso
Tennessee Williams... Leyendo el poema que compuso Manuel
Cidoncha,“Vodka y lima”, inspirado en la bebida que compartíamos
en esa época. ¡Mil imágenes memorables! ¡Cuántas no guardará
Juan, que vivió el día a día de sus clientes! ¡Cuántos secretos
no permanecerán en su cabeza tras tantos años de ver pasar
multitudes por su local!
Me
dice que lo dejó en el mejor momento, cuando los jóvenes iniciaron
la era del botellón, se desplazaron a las Cumbres y el centro quedó
vacío. Entiendo
que prefiera tomarse las cañas en vez de servirlas – pese a
confesar que añora un lugar como el suyo en Don Benito –, que
estuviera cansado de lidiar con el público, los horarios, las quejas
de los vecinos o las exigencias del Ayuntamiento, pero, os lo juro,
para mí, ninguna nochevieja ha vuelto a tener el sabor loco y mágico
de las que viví en el interior de Cucurucho. Igual era la edad.
Igual era el sentirte como en casa. Igual era la complicidad de la
clientela. Igual. Pero siempre lo sentiré en mi corazón como un
lugar irrepetible.
¡Salve, Cucu! Quien te
disfrutó, te saluda.
Este artículo ha sido publicado en el número del presente año de la revista cultural Caramanchos de Don Benito. Mis agradecimientos a su equipo directivo por solicitar nuevamente mi colaboración así como a Juan Antonio Ocaña Cáceres, por proporcionarme la información necesaria para elaborarlo.
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