Me
llamo Zahra. Tengo 31 años y soy saharaui. Mi apelativo significa
flor, bella, estrella. Palabras tan hermosas y tan evocadoras de
felicidad que me pregunto por qué el destino se cebó en mí para
que mi nombre sea sólo una sombra de mi persona.
No
hay un gramo de alegría en todo mi ser.
Me
considero una persona maltratada, por la vida, por nacer en
territorio hostil, por tener un carácter audaz en vez de sumiso,
pero principalmente, por ser mujer. Ese es mi mayor pecado. De haber
nacido hombre sería guerrillero y podría moverme con libertad; no
me habrían violado ni habrían intentado avergonzarme por mi
condición de rebelde. Pero tuve la desgracia de nacer con caderas y
pechos, con ojos negros y cabellos suaves.
Quizá
os resulte complicado de entender, en pleno siglo XXI, que una mujer
se exprese de este modo. Eso es porque no nacisteis en El Aaiun.
Desde
pequeña no he escuchado otras conversaciones que las de odiar a los
marroquíes, la necesidad de obtener un territorio independiente, el
anhelo de libertad...Mis hermanos se fueron de nuestro hogar para
luchar con el Frente Polisario siendo adolescentes mientras que mis
tres hermanas y yo, junto a nuestra madre, sobrevivimos a base de
vender lo poco que mi padre no había entregado aún a la causa
antes de morir en un enfrentamiento con el gobierno de Marruecos.
Durante
las duras manifestaciones de 2005, cuando contaba 21 años, asistí
en compañía de mis amigas a una concentración de protesta frente a
un edificio gubernamental. Apenas tuvimos tiempo de sentarnos y
elevar cánticos de condena a la situación de nuestro pueblo cuando
unos policías con trajes especiales y cascos se lanzaron contra
nosotros y nos golpearon con saña. Yo estaba tan confusa que ni
supe reaccionar, no era la primera vez que me manifestaba pero sí la
primera que me atacaban de ese modo. Mordí la mano de uno de ellos y
mi boca se llenó de un gusto acre entre la goma y la sangre; ya
había pegado a tanta gente que un líquido viscoso le llenaba los
dedos...Vomité en sus botas , no sé si de pavor o de asco y él me
tumbó de una patada contra el asfalto y me molió a golpes con la
porra.
Lo
siguiente que recuerdo es hallarme en una habitación apestosa,
rodeada de desconocidos, todos mujeres y niños. El dolor resultaba
insoportable y me costaba moverme del rincón donde me habían dejado
tirada pero en cuanto abrí los ojos muchas caras se volvieron a mí
y muchas manos se ofrecieron a incorporarme. No entendía nada.
¡Estaba tan confusa!
Horas
después, sin haber comido ni bebido absolutamente nada, sin curarme
las heridas, me apartaron de mis compañeros y me llevaron a una sala
pequeña, oscura. Confieso que la esperanza se había apoderado de mí
al salir de la celda, soñando con que mi familia hubiera logrado la
fianza que hubieran impuesto, o que se hubieran dado cuenta de que
aquello era un error porque yo sólo me había manifestado pero
nunca había participado de modo activo en acciones
contragubernamentales. Admito que no por falta de ganas sino por la
desesperación de mi madre, quien ya consideraba que la familia había
contribuido más que de sobra a la causa libertaria.
La
celda era oscura...Pero había tres sombras. No sé si puedo recordar
aquel momento sin que la piel se me erice o el estómago se encoja.
Ahora
soy valiente; pero entonces sólo tenía 21 años, era virgen y
apenas me había movido de mi entorno.
Me
acogieron con una bofetada, me preguntaron por mis hermanos, vieron
el pasmo en mis ojos y una mano me arrancó la malahfa1
de tonos azules que me había puesto...no sé cuántas horas antes;
ahora estaba tan mugrienta y desgarrada que me cubría muy poco, pero
al menos ocultaba mi cuerpo a sus sucias miradas... hasta que dejó
de hacerlo.
A
mi edad debería estar casada, debería haber yacido con un
hombre...Pero mis hermanos estaban fuera, la mayoría de los jóvenes
emigraron o se unieron a la causa...Ellos no tenían por qué
saberlo, tampoco sé si les hubiera importado. La violación es
simplemente un modo de humillar, de romper la fuerza interior de una
detenida. Y eso hicieron. Los tres.
Me
regresaron no sé cuanto tiempo después, deshecha, dolorida en mi
orgullo y mi cuerpo. Pero no a la celda anterior sino a otra donde
estuve sola, rumiando en silencio mi ira y mi vergüenza. No pude
decirles nada de mis hermanos porque no lo sabía; ignoraba donde se
hallaban. Tampoco sé si de saberlo lo habría confesado. El odio era
tan intenso en mi corazón que las palabras escuchadas en mi casa
desde niña me atronaban los oídos ocultando los gemidos de dolor
que de mis labios escapaban. Era cierto lo que mi familia decía. Los
marroquíes eran salvajes, no humanos.
Me
mantuvieron aislada varias semanas, hasta que se convencieron de que
ni los golpes ni las humillaciones me harían hablar; hasta que se
desanimaron de obtener algún dato concluyente.
Entonces
pasé a otra prisión; no sé cual; me trasladaron de noche, hacinada
con más mujeres en una furgoneta que olía a orines. No sé si eran
míos o de ellas.
En
ese lugar, grande y con una luz que calentaba los tejados y nos freía
la piel y el pensamiento, compartí comida, agua e indignación con
muchas compañeras. Eran mujeres llegadas de todo el Sahara, algunas
incluso habían estado en Europa denunciando los abusos contra
nuestro pueblo pero habían vuelto porque echaban terriblemente de
menos a a sus seres queridos y las habían apresado... Ellas me
enseñaron cómo reconvertir mi rabia en razonamientos, cómo liberar
mi mente y ausentarme de mi cuerpo cuando algún guardia decidía que
mi esquelética anatomía le resultaba atractiva o tenía ganas de
desfogarse.
Mientras,
la tristeza por no saber de los míos me desbarataba. Más que los
golpes, más que la repugnante comida que nos daban, más que la
falta de higiene...
De
vez en cuando los niños me hacían reír con sus juegos. Eran
niños, después de todo, con capacidad para adaptarse a cualquier
entorno. Y jugaban con una pelota hecha de trapos o con piedras
pequeñas del patio...Inventaban historias y yo recordé los cuentos
de mi madre y se los relaté, convirtiéndome en su amiga. También
enseñé a escribir y leer sobre la tierra a los que no sabían ¡El
tiempo era lo único que teníamos de sobra!
Una
mañana aparecieron unas funcionarias y nos llevaron a las duchas,
nos dieron ropa limpia y nos llevaron a una inmensa sala con aire
acondicionado donde aguardaban varias mujeres europeas – después
me contaron que llevaban presionando desde hacía meses para que les
dejaran entrar - Se presentaron como miembros de Amnistía
internacional y escucharon nuestras quejas una por una. Mi asombro
fue parejo a mi ansiedad. Había llegado a creer que moriría entre
aquellos muros, que tirarían mi cuerpo al desierto o me enterrarían
en algún hoyo profundo. Y de repente, un rayo de sol iluminó
nuestras vidas.
Thérèse
fue la encargada de seguir mi historia. Pude narrarle los años que
llevaba presa y en qué condiciones mientras ella anotaba mis datos
en un papel . Cuando regresó, dos semanas más tarde, me confirmó
lo que yo imaginaba: mi familia no había sabido en ningún momento
de mi detención. Me dieron por desaparecida, al igual que a cinco
de mis amigas de aquel día, y durante ese tiempo, mi madre murió (
no sé si de pena) y mi hermano Abdel también, en un
enfrentamiento armado. Sólo tenía veintitrés años.
Cuando
salí de la cárcel yo contaba veintinueve. Había malgastado ocho
entre rejas. Mi cuerpo no tenía curvas, sólo filos. Mi pelo oscuro
no estaba suave y lucía canas. Pero yo había crecido. Me había
convertido de una chica rebelde, en una mujer decidida.
Resultó
duro regresar a una casa enlutada. Mis hermanas ni siquiera quisieron
preguntarme por mis experiencias pasadas. Thérèse les habría
informado, supongo. Mis vecinos, sin embargo, me miraban con respeto
y me traían comida y golosinas.
Inicié
un peregrinaje por la ciudad buscando trabajo. Tenía edad para
colaborar en la economía familiar y me sentía tan ávida de patear
las calles que no hubo tienda ni oficina donde no dejara un
currículum...Sin respuesta. Me costó aceptarlo, pero era obvio que
nadie iba a contratar a una ex convicta en una tierra dominada por
los opresores.
Y
entonces me apunté a la lucha civil. Me vigilaban, era consciente de
ello, pero ¿ qué más podía perder? Mi vida no valía nada. ¡No
podía hacer nada con ella que no fuera dar testimonio!
Logré
un visado para salir del país gracias a AI y llegué a España. Me
llevaron de ciudad en ciudad, relatando mi historia como si fuera
algo excepcional y no lo más normal entre personas de mi pueblo.
Intento comprender por qué los gobiernos son tan cobardes y no nos
ofrecen su ayuda de verdad, sólo sus buenas palabras, pero voy
captando que en la política lo que mueve el mundo son los intereses
económicos, y que el pueblo saharaui no tenemos demasiado que
ofrecer.
Sólo
una cosa he aprendido que ha colmado mi alma de paz. No todos los
marroquíes son malos, como tampoco los saharauis somos todos buenos.
Lo
logré gracias al tiempo pasado en una pequeña ciudad llamada
Badajoz, donde un grupo de mujeres trabajan con inmigrantes y mujeres
con todo tipo de problemas para ayudarlas a mejorar sus vidas. Ellas
enseñan que la tolerancia y el respeto por todas las culturas es de
vital importancia si queremos un futuro sin odio.
Yo
lo deseo. Un Sahara libre pero sin guerra. Sin campos de refugiados.
Un espacio donde podamos vivir en libertad, tomando nuestras
decisiones.
Mi
mente me dice que nunca lo alcanzaremos. Mi corazón late despacio,
soñando.
¿Habrá
sido mi dolor en vano? ¿El de todos mis compatriotas? ¿Tendrán
razón esas mujeres y educando a nuestros hijos en el compromiso y la
lucha sin odio lo podremos lograr? Ojalá.
Tengo
treinta y un años. Y quisiera hacer honor a mi nombre; ser bella;
oler como una flor; brillar como una estrella.
Zahra
es un personaje ficticio que, en realidad, me ha servido para dar
nombre al grupo de mujeres saharauis que conocí durante mi trabajo
como maestra en una asociación no gubernamental. Ellas nos contaron
sus sufrimientos y sus anhelos. Sus ojos eran limpios al relatar
semejantes atrocidades y no dudo de la veracidad de sus argumentos.
Fue hermoso participar de la rivalidad al principio y del
hermanamiento con el paso de los meses de las otras árabes, en
especial las marroquíes. Conseguimos celebrar tés con todas ellas
en las que nos ofrecieron maravillas culinarias de sus respectivas
culturas y donde nos mostraron su folclore, sus ropas, sus dibujos
con henna... Logramos un espacio intercultural que es una muestra de
que la paz entre pueblos es posible y de que las heridas se curan si
se deja hablar a los corazones.
1Se
trata de un traje de 4 metros de longitud y de un ancho
inferior a un metro y sesenta centímetros que suele ponerse la
mujer saharaui en todas las circunstancias de la vida.
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