Teníamos
una cita, pero ignoraba que acudiría con presteza y ese abandono
propio de quien sabe que no se puede eludir lo ineludible. Lo hizo
como lo que era, todo un señor. Vestido de chaqué, al alba, escaso
de equipaje y sin dejarse intimidar por la niebla.
La
barca, similar a la de Caronte, aguardaba para iniciar una travesía
que nos llevaría a otros mundos, lejos de este que le había dado la
espalda. Ciertamente era un tahúr, había jugado sus cartas y las
había perdido; porque la vida en ocasiones es así de volátil, hoy
te mima y mañana te desprecia. Llegado el momento, él no tenía
nada que perder.
La
noche anterior yo había hecho mi apuesta y él la aceptó. Esa
mañana, con puntualidad británica, atravesó el malecón de
piedra y se acercó hasta mí. No vio al cuervo. Atisbó su destino.
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