Andrés
conducía despacio. Llevaba unas copas de más después de haber
celebrado Halloween en
la parte antigua de la ciudad con sus amigos
universitarios. Le
insistieron para que se quedara a
dormir, pero al
día siguiente había acordado
con su padre que
llevarían
flores a la tumba de su madre y
prefirió regresar al pueblo.
El recuerdo le empañó la alegría de la juerga y de los absurdos
disfraces que habían
lucido por calles y bares. De
inmediato le vino a la mente la imagen de una chica de cabellos
oscuros y semblante pálido que había vislumbrado en unos cuantos
tugurios. En el primero se sintió halagado por su descarada
atención, en el segundo, le siguió el juego y le guiñó un ojo,
imaginando una pura coincidencia, pero ella le dio la espalda y se
alejó. Sorprendido, Andrés había vuelto a la música y las copas,
pero cuando se topó con su mirada en el tercero frunció el ceño.
¡Era Halloween, por Dios! ¿Lo estaban acosando o incitando? Ni
comentó ni sus amigos hicieron bromas al respecto. Nadie
pareció reparar en ella. Y después ya no la vio. La había olvidado
hasta ese momento.
De
repente, la sangre se le heló en las venas al divisar una figura en
el arcén de la carretera. No llevaba reflectante ni hacía el signo
de auto stop, pero la distinguió metros antes de ponerse a su
altura. Y cuando lo hizo se le erizaron los vellos de la nuca. ¡Era
ella, la chica de los bares! Una muchacha de apariencia normal, con
tejanos, botas y una cazadora roja. ¿Qué
pintaba tan lejos de la ciudad en mitad de la noche? Aprensivo,
Andrés pasó de largo. Luego, sus entrañas le dijeron que no fuera
absurdo, que no podía dejar a una chavala tirada en la cuneta con el
frío que hacía por rara que le resultara. Miró
por el retrovisor y ella seguía parada, los puños apretados y los
labios tensos,
como si le reprochara su cobardía, aunque sin dar muestras de
tiritar, pese a la helada, ni de correr a refugiarse. Mosqueado, dio
marcha atrás , se puso a su altura de nuevo y le abrió la
ventanilla.
–
¿Te llevo a alguna
parte?
La
chica asintió sin sonreír, subió al asiento del copiloto y
fijó la vista al frente.
–
No eres de Zarzales.
Recordaría tu cara…- Se obligó Andrés a conversar, aturdido por
tan extraña pasajera – ¿Es allí dónde vas?
–
Ten cuidado en esa
curva. Puede patinarte el coche.
Andrés
pensó que tenía una voz ronca capaz de ponerle a cien si lo
acompañaba de un buen vocabulario; sin embargo la hizo caso y
aminoró la marcha. Las ruedas chirriaron por el hielo y
mantuvo fijas las manos en el volante. Le tranquilizó ver las
primeras luces del pueblo a escasos kilómetros. Volvió a escuchar
su voz.
–
María me pidió que
te trajera de vuelta a salvo.
Andrés,
confuso, no entendió el mensaje. «¿Qué María? » Pero el
respingo de verse solo en el habitáculo le cortó la respiración y
apretó el pedal del freno por inercia. «¿Dónde estaba la chica ?
¿Qué María? ¡Su madre se llamaba María! »
Bajó
del coche y vomitó en el arcén el poco alcohol que le quedaba en el
cuerpo. ¿Le habrían dado un tripi con la bebida? Era
noche de Halloween pero...Como respuesta, una luz difusa iluminó el
cementerio a lo lejos. Andrés se restregó los ojos y se puso a
llorar como un niño. «¿Su madre le había enviado un ángel para
que le salvara la vida?» ¡Ella
había muerto en un accidente de auto, aunque no en ese lugar!
Incrédulo, perdido, agradecido, cerró la puerta y condujo hasta su
casa a velocidad de tortuga. Mientras, la
luz lo acompañó en la distancia.
Adelanto
un día mi blog para que os llegue a tiempo el relato.
En
homenaje a las fiestas de estos días y a la leyenda urbana de la
chica de la curva. ¡Ja, ja, ja!¡ Feliz Halloween!
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