Sentí
su mirada sobre mi nuca. Después escuché sus pasos. Más tarde, su
voz. Saludó con educación a la camarera, por encima del ruido del
local y del jolgorio de sus amigos. Eran cinco, todos chicos. Y, sin
embargo, solo él reparó en mi presencia.
Detuve
el gesto de llevarme la taza a los labios y clavé mis ojos en él.
Era joven, apenas veinte, bien vestido y sin rastro de tatuajes y
esas cosas metálicas que se prenden en la cara. Tuve el extraño
presentimiento de que no debía temer su atención sobre mí. Y
acerté. Me lanzó la sonrisa más limpia que había presenciado en
mucho tiempo. Se la devolví.
Era
la primera vez en años que alguien no repudiaba mis ropas gastadas y
mi pelo grasiento, ni mis pocas pertenencias apiladas en una caja de
rejilla que robé de una frutería. La camarera me ofreció más café
y acepté su caridad. La había ayudado a recoger el estropicio de
unos clientes la noche anterior y me pagó con un desayuno.
Ese
día podía lanzarme al mundo con paz en mi interior. La mujer y el
chico me hicieron recordar que soy un ser humano.
Nota de autora: El tiempo es ese bien escaso que algunos paladean y otros añoran. Me encuentro entre los segundos, porque las horas no me dan para más, así que he decidido convertir este blog en quincenal en vez de semanal. Cuento con vuestra comprensión y fidelidad.
Lo he leido dos veces, es un relato muy profundo..y generoso ¨?
ResponderEliminarAngy