Atravieso la nave con pasos
lentos, consciente de cada ruido que traspasa mis tímpanos. Suena
una cadencia extraña en la noche, de silencio sonoro, y percibo el
olor a velas derritiéndose en los candelabros que presiden el
altar. No late otra alma que la mía en la iglesia por más que sea
noche de difuntos. Ni una enlutada viuda, ni un almibarado canónigo
que completen la escena. Sola. A medio camino del transepto. A mi
derecha, en una capilla clausurada con verja, reposa la llama de mi
corazón.
No entiendo qué me empujó
hasta él pero lleva noches visitándome en sueños.
Cuando lo vi por vez primera,
tumbado sobre la fría piedra, me sorprendió la belleza de sus
detalles: la cota de malla, la sobrevesta, los guardabrazos, codales
y guantaletes, los quijotes las glebas y los escarpes. Pero sobre
todo, quedó impreso en mis retinas la paz de su semblante. El casco,
por fortuna, descansaba junto a su espada en un lateral, y para ser
un guerrero, mostraba una sonrisa cálida en su boca perfecta. ¡Ni
que decir tiene que anhelé acariciar el trazado de su nariz y sus
cejas en ese mismo instante! Lo impidió la reja, decorada
profusamente con un ostentoso escudo y motivos vegetales . Su nombre,
en latín, estaba grabado a cincel, aunque la distancia no me
concedía desentrañarlo.
Esa tarde permanecí frente a
la capilla, absorta, sin reparar en el ir y venir de la gente, sin
preocuparme del oficio que se celebraba. Había entrado por
casualidad, atraída por la arquitectura del pequeño templo y, sin
embargo, nada más acceder a su interior me olvidé de los arcos, las
bóvedas y las imágenes. Un hilo invisible me condujo al diminuto
reducto y allí me detuve, convertida en estatua, como él.
Esa noche empezaron los
sueños.
Despertaba en mi lecho y unos
brazos fuertes mecían mi cuerpo, con un cálido aliento
estremeciendo mi nuca. No necesité volverme para saber que era él.
La mezcla de frialdad y calor de su piel me lo dijo. Además de su
nombre, Rodrigo Ansúrez. Lo susurró en mi oído antes de lamer mi
cuello y descender sus dedos, desnudos de metal, hasta mi ombligo y
más abajo. Me dijo que llevaba esperándome ocho siglos para volver
a enterrarse en mis entrañas, como hiciera tantas veces cuando mi
nombre era Alba y yo le pertenecía. Supe que era cierto. Que ese
tacto ya lo había disfrutado mi piel, que esa forma de acoplarnos
estaba grabada en mis células, que el sonido de su voz, tierno y
severo a un tiempo, habían taladrado mis huesos siglos atrás. Me
hizo llegar a lo más alto con pericia, conociendo mi ritmo.
Un dardo de dolor me traspasó
cuando desperté y percibí que no estaba. Me hallaba sola. Con las
sábanas revueltas y el cuerpo encendido, pero sola. Me vestí con
prisas, sin concederme el lujo de una ducha para no quitarme el olor
pétreo de sus huesos, y corrí a la iglesia. Y allí estaba: la
emoción contenida de sentirlo vibrar, de alocar mis sentidos. Tras
la verja. Con su indumentaria medieval, pero esta vez, con una
sonrisa feliz curvando los labios que esa noche me habían besado.
Temí estar loca. Abandoné el
recinto y caminé por las calles como una sonámbula. Bebí, comí,
intenté ser normal. Pero esa noche regresó a mis sueños y me
sedujo sin mediar palabras, con el único toque de sus manos y su
boca. Sólo un susurro me ofreció en recompensa: Alba.
Destilaba dulzura al pronunciarlo y eran sus envites más potentes al
atravesar mi carne. Así pues, me sentí Alba. Olvidé mi nombre y lo
asumí en mi mente.
Así, noche tras noche. Siendo
secretaria de día y dama enamorada de noche.
Lo busqué en internet sin
hallar otra huella que sus datos inscritos en el árbol genealógico
de los Ansúrez. Registradas quedaron sus fechas de nacimiento y
muerte. Vivió veintitrés años. Mi nombre, o el de Alba siendo
precisos, no aparecía unido por ninguna linea, por tanto nunca fui
su esposa. Aunque sí su amante. De eso, mis sentidos no guardaban
duda.
Cada noche dormía con la
esperanza de solicitar respuestas a las preguntas que me acosaban,
pero una vez caía en el trance de sus caricias, quedaba olvidada la
cordura.
La noche de todos los santos
me até una cinta roja a la muñeca con la intención de recordar y,
para mi sorpresa, la llevó Alba en el sueño. Antes de que me diera
el último beso le supliqué que me hablara de la historia de ambos.
Con una tenue sonrisa, me replicó Mañana,
ve tú a buscarme.
Y
heme aquí. Frente a la verja. El cerrojo está abierto. Con andar
pausado y el corazón latiendo me adentro en la cámara y contemplo
su sarcófago. Un escabel de piedra en un costado me invita a
acercarme. Me subo a él y me permito el anhelo de perfilar el
contorno de piedra de su rostro con mis dedos cálidos. Entonces
siento que el calor traspasa cada fibra de su cuerpo. Abre los ojos.
Susurra Alba.
Y el frío poco a poco se apodera de mis miembros, de mis huesos, de
mis órganos... Y me hago piedra con él, abrazada a su silueta. Sin
mente, sin recuerdos, sin presente.
Rodrigo
y Alba, solamente.
Nota: Relato destinado a conmemorar la pasada noche de difuntos.
Es un relato magnifico que nos dice muchas cosas y entre ellas que la belleza de piedra de una estatua puede llegar a llenar el corazón de los poetas.
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