Como ya sabéis quienes me seguís en facebook, el pasado domingo participé de la celebración especial al día de la madre del grupo de folclore de mi pueblo,Don Benito. Me pidieron que escribiera la semblanza este año y lógicamente acepté con todo el orgullo del mundo.
Aquí os reproduzco lo que leí, recibiendo elogios emocionados de muchos paisanos de cierta edad que se sintieron identificados con mis recuerdos.Más emocionada me sentí yo cuando me regalaron, no sólo flores, sino una encina de plata con la placa que rememora el evento. Un millón de gracias, Caramanchos.
Buenas noches.
En primer lugar quiero dar las gracias al “Grupo de
promoción de folclore Caramancho" la oportunidad de compartir
esta celebración con todos ustedes.
Como mujer nacida en esta villa he tenido cientos de
ocasiones para disfrutar con su música y sus bailes y aunque es
manifiesta mi torpeza para la danza folclórica algún que otro
intento hice en mi juventud por aprender algún número..., sin
acierto, lo admito.
Muchos de sus miembros han sido amigos y me alegra
descubrir en estos días que la tradición sigue viva en nuevas
generaciones, que hay Caramancho para rato, porque sería difícil
entender la vida cultural de Don benito sin las actividades de dicha
agrupación.
Llevo más de veinte años viviendo en Badajoz capital
y sin embargo soy incapaz de distinguir con cuantos grupos
folclóricos cuenta. Pero si alguien me pregunta cómo se llama el
de mi pueblo me sale sin pensar. Hay cosas que se llevan en la sangre
por mucho que te ausentes, como usar “cadacé”, “sopilacia” o
“bayunco” aunque los demás te miren como si fueras
extraterrestre.
Pero a lo que vamos, que me estoy saliendo por la
tangente, si he venido ante ustedes hoy es para hacer – o
intentarlo – una semblanza sobre la madre.
Me lo propuso Genari y le respondí que era un honor;
entonces no sabía que las otras semblanzas las habían escrito
algunos de los más ilustres hijos de Don benito lo cual ahora me
pone el alma en vilo, pero espero contar con vuestra benevolencia, y
lo que es mejor, con la iluminación de mi madre.
Cuando planeé leeros esto, pensé en la figura de mi
madre, Brígida, mujer maravillosa para los que tuvimos la suerte de
compartir su vida, pero más tarde, mientras tomaba mis notas,
recordé una semblanza que realicé hace unos años sobre mujeres de
carne hueso, desconocidas en su inmensa mayoría pero que merecían
ser recordadas por su buen hacer; entre ellas escogí, como no podía
ser menos, a mi madre y a mi abuela paterna. Y como esto va de
madres, y mi abuela vaya si lo fue, quiero incluirla en mi recuerdo.
Mi abuela Carmen no era gran cosa, bajita y de ojos
claros , pero con un carácter de mil demonios. Su tenacidad la
llevó a mantener un matrimonio con seis hijos y un marido enfermo
de corazón durante once años. Cuando mi abuelo Fernando murió,
acogió huéspedes en su casa para dar de comer a su prole y abrió
una taberna a la que asistían los parroquianos de puro limpia
que era, y no por el carácter
de la tabernera que resultaba agrio a más no poder. Decían de ella
que se arremetía la falda entre las piernas y decía Aquí
no hace falta ningún hombre para defender mi honra, conmigo me basto
y sobro. Y vive Dios, que jamás
tuvo mala fama en el pueblo por mucho que los señoritos
y trabajadores se tomaran allí su chato
de vino.
Razones tenía la mujer
para su falta de humor ya que aparte de perder a su marido fue
dejando por el camino al resto de sus hijos hasta quedarse sólo
con el pequeño de cinco años. Las hijas que más le duraron
contaban trece y siete años y de haber tenido antibióticos se
hubieran salvado, pero hablamos del año 40, en una España donde
tal adelanto no existía. Sobrellevar ese dolor, mantener su casa y
las de algunas de sus hermanas que tampoco tuvieron mejor fortuna, la
convirtió en una mujer que lo mismo servía para un roto
que para un descosío. Me consta
que hacía de cocinera y de enfermera con la misma precisión; la
gente acudía a ella cuando necesitaba un plato de comida o cuando se
presentaba un parto o una herida que coser. Participó en el negocio
de su familia a través de su hijo, quien sólo levantaba un palmo
del suelo cuando se inició en el oficio. Y cuando se murió a los 81
años seguía manteniendo ese carácter indómito que le hacía
insultar a sus nietas si las veía fumar o llevar pantalones
demasiado cortos
porque se le hacían cuesta arriba los adelantos de la época.
La otra mujer , mi
madre, procedía de un entorno bien distinto. De padre aperador (
hacedor de carros y ruedas), el mejor de Don Benito al decir de sus
clientes, y de madre con tierras, estudió en un colegio
para señoritas hasta los quince
años; sin embargo, le tocó padecer la pena de perder a su único
hermano varón que sólo tenía veintiuno a los tres años de haber
perdido a su madre de tuberculosis.
La juventud se le fue
en lutos, y entremedio conoció a dos hombres que le tocaron el
corazón pero no llegaron más lejos. Sí lo hizo Manuel “el
calderero”, quien juró y perjuró que no se casaría con
otra mujer que no fuera la Brígida,
aunque su madre, aterrorizada por haber perdido tantos miembros de
su familia y viendo que la otra casa no iba por mejor camino, se
negaba a aceptarla. No obstante, venció la tenacidad de Manuel y el
romanticismo de Brígida y ambos lograron contraer matrimonio . A
partir de ese momento, mudó su vida de señorita arruinada
( ya que los caudales se le fueron a su padre con el cambio de moneda
de la República y los intentos que el hombre hizo por recuperar a mi
abuela Mercedes de la enfermedad que se la llevó) a esposa de
trabajador y nuera de posadera. Excepto cocinar, le tocó de todo.
Lidiar con huéspedes, parir cinco hijos, perder a su padre y a su
hermana también por enfermedad, y soportar una suegra que jamás
tuvo unas palabras de aliento para ella excepto en el momento de su
muerte.
Atrás quedaron sus sueños de estudiar, su pasión por
la astronomía, sus ansias de conocer otras culturas...Se adaptó al
mundo que le tocó vivir y procuró que sus hijos mantuvieran la
mente abierta, que fueran valientes y disfrutaran de un mundo nuevo y
diferente al que ella no pudo acceder...Con todo, su imaginación
siguió latente, sus ganas de aprender, que la llevaron a devorar
libros – incluso los míos - a perderse en el mundo de los
números que encontraba apasionante , a realizar labores con una
destreza que asombraba a quien la viera y que siempre se ofreció a
enseñar cargada de paciencia...Esa mujer era mi madre. La mejor
amiga, la mejor vecina, la mejor confidente...
Cuando cumplió 80 años le escribí un cuento que
titulé “La peladora de patatas” porque era una imagen habitual
en ella, sentada a la entrada del patio, con el barreño, el cuchillo
y las patatas...Dispuesta a poner una sonrisa en las bocas de sus
hijos y a estimular sus jugos gástricos ¡Qué obsesión la de la
comida! Supongo que las que sois madres la tenéis también. “Come”.
“No te acuestes sin cenar”. “ Desayuna antes de irte...” En
el pasado escuchaba esas frases con fastidio; ahora lo hago con
nostalgia. Las escucho en mi cabeza y sigo hablando con mi madre, por
mucho que se empeñara en pasar a otra dimensión, y en ocasiones le
digo “¿Y hoy, mami, ¿qué ponemos para comer?”
¡Qué añoranza! Para aquellos que aún disfrutáis de
vuestra madre sólo puedo deciros que la miméis mucho, que aunque
aburra a veces, que aunque se ponga pesada, incluso aunque os
castigue...dedicadle un rato de vuestro tiempo, hacedle una caricia
que los besos son gratis, no dudéis en decir “Te quiero”...
porque una madre lo soporta todo, lo sufre todo, pero no hay imagen
más gloriosa que la de ver su sonrisa cuando un hijo la colma de
abrazos y le corresponde al cariño.
Los chicos pensad que nadie os perdonará tantos
desplantes como lo hace ella, y las chicas, recordad que quizá algún
día también sepáis lo que es saborear la mirada de un hijo. Por
si acaso, alarga la cara y dale un beso a la tuya si la tienes al
lado. Yo, desde aquí, estoy vislumbrando la sonrisa satisfecha de mi
madre, su dulzura envolviéndome al completo.
Y, por cierto, me acaba de decir que la fiesta debe
continuar. Con vosotros, Caramanchos. Con los hijos y las madres.
Finalizo simplemente diciendo una frase que escuché en
algún sitio “ Las huellas de las personas que caminan juntas nunca
se borran” Las de una madre son indelebles. Nos acompañan siempre,
desde que nacemos hasta el último suspiro.
¡Un brindis por todas ellas!
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