"Si pudiera dormir rodeándote con mis brazos, la tinta podría quedarse en el tintero" (D. H. Lawrence)

viernes, 8 de mayo de 2020

Palabra de rey / Manuel Lomba


 Ha pasado el 25 de abril y con tanta dedicación al maldito virus no hice un homenaje a mi padre por los 13 años que lleva alegrando la vida de los ángeles en el cielo con sus coplas y su humor. Por eso hoy, aunque  a destiempo, rememoro este articulo que escribí  en 2018 para la revista Caramanchos. Disculpad que me atreva, pero él lo merece.

Hector Berlioz comentó « El tiempo es un gran maestro; lo malo es que va matando a sus discípulos » y a mí me viene bien su cita para introducir este artículo sobre mi padre y su profesión, la de calderero. Un oficio del que ya poca gente conoce su existencia puesto que ha desaparecido al igual que tantos otros que en la niñez de los que rondamos los cincuenta aún nos suenan familiares. El tiempo, la modernidad, va «asesinando» tareas que ya no tienen sentido. Los utensilios se fabrican en serie, en fábricas, con materiales baratos y con rapidez. Lo de ser artesano, sudar al calor de una fragua o dejarte la fuerza a base de martillazos son imágenes del pasado.

Paradójicamente, he tenido que recurrir a mi hermano Diego para que me recordara los nombres del género que mi padre y él fabricaban, así como el de las herramientas y el modo de trabajar. Según creo, Manuel Lomba fue el último calderero de Don Benito, pero podría haberlo sido su hijo si hubiera sentido algún aprecio por el oficio, lo cual nunca fue el caso. No obstante, me ha parecido entrever una cierta nostalgia al recordar y darme detalles. Sería por lo joven que era cuando se dedicó a ello como aprendiz de mi padre.
Mi padre debió denominarse en realidad latero u hojalatero, según definición del diccionario, pero todo el mundo lo llamaba «el calderero». Quizá por ser la parte más difícil de su oficio. Según mi hermano, trabajar estirando el molde de lata hasta darle forma precisaba de una técnica y una precisión enormes. Había que destemplarla en la fragua tres veces y después dar forma al caldero a base de martillazos hasta dejarlo liso y del tamaño requerido. En invierno debía dar gusto pero en verano debía resultar un suplicio.
Además de calderos, en el taller se fabricaban trébedes, anafres, anafres de pinchitos ( muy demandadas ), cocinas de hierro, braseros, sartenes, peroles, badilas, badiles, paletas para remover la comida… y un producto estrella llegada la Semana Santa , las latas de las bollas. Dudo que en los desvanes de Don Benito no queden latas de las que hizo mi padre. ¿Quién no fue a la tahona en algún momento de su niñez a hornear los dulces? Yo me moría de vergüenza cuando tocaba ir, pero qué remedio, allá que nos mandaba mi madre, con una en cada brazo. En las fotos con que nos deleita Diego Sánchez Cordero (Disancor) se reconoce a más de un dombenitense en plena faena, entre ellos mi hermana, con una pinta que nos arranca carcajadas cada vez que la vemos.
Otros artículos muy solicitado eran los canalones, esos que se ponen bajo el alero del tejado para canalizar el agua de lluvia. Puedo recordarlos alineados en el patio, soldados pieza a pieza.
Un trabajo menor consistía en poner estaño a las ollas que se agujereaban. Increíble nos resultaría hoy llevar a arreglar una olla o un perol cuando se estropea, pero en los tiempos de los que yo hago memoria ( cómo se reirán los jóvenes si llegan a leer este artículo, y qué antigualla les resultará) se les limaba el roto y se aplicaba una capa con un estañador de carbón. Mi hermano me enseñó un vocablo que jamás había escuchado :lañador. Pero investigando he descubierto que ese apelativo se le daba a alguien, generalmente ambulante, que arreglaba cacharros con lañas, una especie de grapas metálicas, e incluía el arreglo de utensilios de barro y loza, pero mi padre sólo se dedicó a los de lata.
Volviendo a él, he reparado en un detalle que me ha hecho sonreír. Ambos renegamos del apellido Pérez. Al calderero todos lo conocían por Lomba (supongo que porque era la familia de su madre la que tenía el taller que él terminó heredando) y yo he preferido el Gallego para evitar las cacofonías de las e.
Mi padre empezó desde muy pequeño bajo la tutela de su tío Saturio ( era hijo de viuda y tenía que colaborar en los ingresos de la familia) y se jubiló ya operado de cataratas y cargado de dolores. Le tocó una época dura y difícil, sin apenas pisar la escuela y asumiendo muchas responsabilidades. Menos mal que le salvó su humor y sus ganas de disfrutar de la vida. Lo recuerdo acarreando chapas, dando martillazos, modelando hierros en la bigornia y cantando al calor de la fragua. Siempre con buena cara, siempre con una sonrisa.
Durante muchos años, desde su niñez hasta bien mayor, viajó por la provincia vendiendo sus cacharros. A las ferias de Zalamea y Campanario, primero en carro y en camión después, y a los mercadillos de Don Benito y Villanueva todas las semanas, dónde acudía en un cuatro latas (Renault 4) que compró cuando mi hermano cumplió la edad de conducir porque él se negó a aprender.
También vendíamos en mi casa, directamente en el taller, por lo que éramos una «puerta abierta» constante. No resultaba extraño que cualquiera llamara, sin importar la hora, preguntando si allí vivía Lomba, el calderero. Incluso después de fallecido, nos ha seguido pasando durante unos cuantos años. Llegaba gente del pueblo, de la provincia, y lo que más nos admiraba a sus hijos, de Madrid. En especial una familia gitana que adquiría candiles, calderos y trébedes en miniatura, que luego envejecían con óxido para hacerlos pasar por antigüedades. Los enviaban a sitios tan sorprendentes como Suiza o Estados Unidos.
Por último, quiero explicar por qué he titulado este artículo con esa frase que yo escuché como novedosa hace unos días ante la cara de pasmo de mi hermano Diego, que la tiene por conocida desde su niñez de oírsela a mi padre. Tener «palabra de rey» es no hacer descuento. El precio marcado era inamovible. Y a quien no le gustara, que se buscara otro vendedor.
Lo dije en una ocasión y me repito ¡qué pena que la curiosidad nos entre a una edad en la que ya no existen quienes la pueden saciar! Ahora asaltaría a mi padre con mil preguntas que , en su momento, ni se me hubieran ocurrido. Pero retomando a Berlioz, el tiempo mata a los discípulos. ¡Aprovechemos a los pocos que quedan! 

 




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