"Si pudiera dormir rodeándote con mis brazos, la tinta podría quedarse en el tintero" (D. H. Lawrence)

jueves, 9 de mayo de 2019

Imágenes






Apenas levanto un palmo del suelo. El cálido tacto de su mano me atraviesa la piel. Entramos en un sitio oscuro. Ella se cubre el cabello con un velo y me insta a estar callada unos minutos. Obedezco. Miro en rededor con interés, captando los breves rayos de luz que atraviesan las vidrieras. Mientras mi madre se arrodilla en un banco de madera, yo me siento a su lado y observo con curiosidad el murmullo de sus labios entonando una plegaria. Termina pronto. Hace la señal de la cruz y se incorpora. Ya en la calle le pregunto a qué hemos ido y susurra, como si le avergonzara, «A hablar con Dios» . «Hay que venir aquí para hablar con El?» , la interrogo. Una sonrisa enorme cubre su rostro, tan querido «No, con Dios se habla en todas partes; pero a mí me gusta venir aquí cuando no hay nadie» Y me doy por satisfecha.

Calor. Un calor insoportable. La puerta del patio entornada. En la radio Bella sin alma, cantada por un Richard Cocciante desgarrado. Repito la letra poniendo pasión en ello. Más que en la labor de aguja que tengo entre las manos. La sonrisa de mi madre, cómplice, me sostiene. Ella realiza una tarea increíble; con cuatro agujas e hilo blanco crea de la nada un mantel que después se empeñará en que forme parte de nuestro ajuar, el mío y de mi hermana.

Semana Santa. Me levanto de la siesta con la cabeza amodorrada y muerta de sed. Al pasar a la cocina encuentro a mi madre sentada a la sombra del toldo, con las piernas sobre una silla y un libro en el regazo. No necesito mirar el título para saber que se trata de un Caballo de Troya, el I o el II. Su lectura favorita en estas fechas. Pese al plástico de la cubierta, se ve ajado de la cantidad de veces que lo ha leído. Con una sonrisa cómplice preparo dos cafés y me siento en el suelo para beberlo con ella, a dejar que me suelte sus reflexiones, siempre tan locas, siempre tan tiernas. A escuchar su manera de ver a Dios, tantas veces repetidas, tantas veces escuchadas. Hoy, tantas veces añoradas.

Apenas he dejado el equipaje en mi habitación y ya me está diciendo «¿Vamos al huerto?» Asiento, encantada. Es la parte de mi casa que más me gusta. La que echo de menos cuando estoy fuera. Entrelaza su brazo con el mío y me enseña el avance de las plantas, se regodea en mostrarme las nuevas y , de vez en cuando, se aparta para quitar una flor marchita o arrancar una rama seca. Después regresa a mi brazo y entre macetas y arbustos le cuento cómo han ido estas semanas. No es mi madre quien me mira desde esos ojos azules vivos e inquietos, es mi confidente, mi asesora, mi otro yo. La voz de mi conciencia. Hasta sus reproches destilan ternura. Sus alabanzas calientan mi espíritu. Entre naranjos y limoneros nos olvidamos del mundo. Ya no puedo pisar ese huerto sin escuchar su voz, susurrando entre las flores.

Estas son algunas de las imágenes que me vienen a la cabeza cuando pienso en mi madre, que es todos los días. Se acaba de celebrar el día de la madre pero no me dice especialmente nada; para mí, su día son todos. Lo eran cuando la tenía en directo y lo son ahora, cuando la sigo disfrutando, aunque sea en «diferido». Sé que esté donde esté, me sigue acompañando y que lo hará hasta mi último aliento.

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